Celibato: Coordenadas para el corazón
Camino en y hacia el amor
En el presente artículo y en el siguiente daremos algunas de esas coordenadas para el corazón, cuando navega su aventura vocacional y, concretamente, la del celibato. La vida y, por tanto, la vocación, son como un viaje. Partimos de lo que somos y hemos recibido y viajamos hacia el amor que nos hace plenos. Toda persona hace ese viaje, incluso sin darse cuenta… El viaje de la vida vocacional requiere conocer las coordenadas, para poder decir, para saber dónde vamos y estar orientados.
Índice de contenido, coordenadas para el corazón
- ¿Ser feliz es lo mismo que sentirte bien?
- El corazón de un caminante
- Una buena libertad de lo inmediato
- El sagrado espacio del diálogo interior
- Parte de la escuela de los sentimientos es el diálogo interior
- Educar el deseo
- Querer y desear
- Querer… con buen gusto
- Manos a la obra…
- Trabajar en lo bueno
¿Ser feliz es lo mismo que sentirte bien?
Un corazón maduro necesita haber hecho un descubrimiento fundamental: ser feliz no es lo mismo que sentirse bien. Para entenderlo con más facilidad pensemos -como lo decíamos antes- en un camino, como metáfora de nuestra vida. Vivir es caminar, transitar distintos paisajes, climas, situaciones, es dirigirse a un destino.
Esperamos encontrar en esa meta todo lo que deseamos. La fe nos ayuda a descubrir anticipadamente que en esa meta nos espera «lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman»[1]. Se trata de la satisfacción nunca imaginada de nuestros deseos de felicidad. Allí esperamos llegar. Por eso caminamos. Por eso vivimos.
Mientras caminamos hay momentos de buen clima y buen ánimo, y otros de viento o tormenta, pocas ganas o sentimientos que no estimulan. Hay partes del camino amables y suaves, hay otros empinados y pedregosos. Nos acompañarán a veces paisajes deslumbrantes y en otras ocasiones un suelo seco y polvoriento, sin especial relieve. Todo caminante sabrá que no siempre se siente impulsado y alegre. Lo que buscamos es algo que está al final del camino. No tendría sentido instalarnos en el sendero, dejar de caminar, tanto porque no me siento bien, como porque aquí me siento muy bien. Lo importante es no dejar de caminar.
El corazón de un caminante
Esta imagen -aparentemente simple, ingenua- puede ayudar a algo muy importante: poner las expectativas de los sentimientos en su verdadero lugar, sin despreciarlos pero sin absolutizarlos.
Si trabajamos para nuestra madurez afectiva, los afectos aprenderán a acompañarnos más armónicamente y también aprenderemos a avanzar cuando ellos momentáneamente no estén en un buen día. Ser feliz y sentirse bien sólo confluyen plena y establemente en el Cielo. Allí las dificultades y luchas de esta vida habrán pasado y los dolores no estarán. Esos cielos nuevos y tierra nueva nos ofrecerán el gozar de Dios sin sufrimientos.
Mientras tanto -mientras caminamos-, en esta vida las cosas son distintas. El dolor y el esfuerzo están siempre presentes. Muchas veces no sólo son algo inevitable a lo que debemos resignarnos. A veces, hay que pasar por ese no sentirse bien para mantener nuestro compromiso de amor, ser fieles, seguir ayudando a una persona que nos necesita, etc. ¡Cuántos sueños de fidelidad se han roto por pensar que una época de no sentirse bien significaba inequívocamente que ese camino no era el propio!
Las dificultades y el esfuerzo son necesarios para construir una vida con grandes proyectos y, por supuesto, con el proyecto de la santidad. Medir la felicidad sólo por los sentimientos es un error, consecuencia del sentimentalismo: es juzgar la vida con un parámetro muy reducido, equivocado. Si sería poco sensato medir la velocidad con un termómetro, es también un error dirigir las acciones de nuestra vida exclusivamente por los sentimientos. El sentimentalismo es dar a los sentimientos la suma del poder público, la capacidad de tomar las decisiones, y hacer que la voluntad y la inteligencia sólo deban seguirlos sumisamente.
Una buena libertad de lo inmediato
Lo que nos hace felices muchas veces está más adelante en el camino de nuestra vida, tal vez después de pasar una curva o una lomada que se sortea con esfuerzo. La felicidad es el estado definitivo que alcanzaremos construyéndola con paciencia y cierto desprendimiento de lo inmediato. Es una tarea que compromete la fe y la esperanza. Ese proyecto y las decisiones que nos ayudan a realizarlo no están al alcance de las emociones, sino de la inteligencia que impulsa a la voluntad, iluminadas por la Verdad que Dios me revela.
Elegir según lo que sentimos aquí y ahora tiene un atractivo aroma a genuina libertad, a ser nosotros mismos y no dejarnos condicionar por estructuras o formalismos. Esas sentencias de los sentimientos tienen un fuerte perfume de autenticidad. Hay que saberlo y no asustarse, pero no olvidar que la libertad en el hombre es una fuerza integrada por su inteligencia y su voluntad. Es un buen aprendizaje necesario para el corazón del caminante. Si caminamos conscientes conociendo cómo interpretar lo que nuestras capacidades nos sugieren, descubriremos que lo importante es seguir caminando, también cuando el clima afectivo no esté en su mejor día, conscientes de que si somos fieles llegaremos al puerto de la felicidad que deseamos.
El sagrado espacio del diálogo interior
Los afectos se orientan y se moldean en el «diálogo interior». Ésta es una de las pautas de aprendizaje más importantes. Como ya dijimos, podemos comparar la armonía del corazón con la intimidad de un hogar familiar. Así como el padre, la madre y la hija o el hijo –supongamos, para el ejemplo, que sean adolescentes-, deben aprender a dialogar y enriquecerse mutuamente, también la inteligencia, la voluntad y los sentimientos deben crecer e integrarse dialogando.
Todos necesitan aprender de los demás, es necesario saber escuchar a los otros y ocupar el rol adecuado a cada uno. El diálogo interior es el vehículo principal donde se tejen la armonía y el entendimiento mutuo de nuestras tendencias internas. Tanto sucede en una familia como en el interior de nuestra persona. Ese diálogo interior es algo constante, que se produce con frecuencia sin advertirlo, de modo espontáneo, juzgando, considerando, experimentando sentimientos, observando cosas que deseamos, imaginando lo que podría suceder, creando situaciones con la fantasía, etc.
En ese diálogo interior, inteligencia, voluntad y sentimientos van dando su apreciación acerca de un suceso, de una situación, de una idea, de un pensamiento… Así aportan al resto de los interlocutores una visión que completa la de los demás. Por ejemplo, un estudiante puede ver en su reloj que son las 8.30 de la mañana. Tiene 30 minutos para llegar a la facultad porque tiene clases. Allí pueden aparecer sentimientos de falta de ganas y poco entusiasmo; a la vez la inteligencia juzga que es importante la clase para el examen que se acerca y la voluntad duda si quiere realmente ir o quedarse a dormir un poco más. Cada uno da su propio punto de vista, podemos decir.
Cada uno da su punto de vista, podemos decir. Ninguno de los tres debería imponer duramente su mandato. Sin embargo, en este caso, si nuestra afectividad está educada podrá reconocer que es más sabio seguir a la inteligencia, porque tiene razón ya que me guía a algo importante que realmente quiero: avanzar en la carrera. La voluntad entonces podrá decidirse a movilizarnos hacia la facultad.
Diálogo en busca de las coordenadas para el corazón
Todas nuestras infinitas decisiones diarias están dialogadas interiormente, aunque no siempre lo podamos advertir. Este diálogo constante muchas veces toca temas importantes en las ocasiones más sencillas: vamos pensando en si nos sentimos cómodos con nuestra vocación mientras viajamos en colectivo a la facultad. Vemos una publicidad de turismo donde aparece una pareja en un lugar paradisíaco y miramos casi instantáneamente al corazón; o le damos vueltas a si vale la pena nuestro esfuerzo apostólico, quizás después de un intento que no salió como pensábamos. De todos esos diálogos sacamos conclusiones, impresiones y se nos van fijando visiones especialmente impregnadas de una apreciación afectiva.
Siguiendo con nuestro ejemplo, diríamos que si la o el adolescente de la familia es inteligente –y nosotros queremos desarrollar sentimientos inteligentes- sabrá escuchar y ponderar lo que le muestran sus padres -la inteligencia y hacia lo que le empuja la voluntad-, con los cuales dialogará.
Hay siempre un margen de rebeldía y de una cierta imposibilidad de transmitir a las otras potencias exactamente lo que cada una de ellas percibe. Pero, en conjunto, forman una unidad, con una gran capacidad para dirigirse apasionadamente hacia lo bueno o rechazar lo malo.
Parte de la escuela de los sentimientos es el diálogo interior
La educación de los sentimientos se realiza, en buena parte, en ese espacio interior y durante ese diálogo. Son momentos decisivos donde somos nosotros quien en definitiva tomamos la decisión. Es sorprendente que ahí aparece lo que quiere realmente el corazón. Las decisiones en nuestro interior no se toman por mayoría, como en el sistema democrático. No es un cálculo de puntos de vista. Una vez que la inteligencia, la voluntad y los sentimientos han dictado sus veredictos, está la instancia del “yo” que decide, con todos esos datos.
Por ese motivo, somos los dueños de ese diálogo interior entre nuestras potencias. Somos nosotros quienes decidimos qué argumentos considerar y qué objetivos quiero seguir, aunque nuestra inteligencia, por ejemplo, no sepa bien cómo lo logrará. Esa es la gran revelación de nuestra libertad, que podemos ampliar y hacer fecunda si enriquecemos y moldeamos a nuestras potencias para que nos ayuden a decidir bien, a querer lo bueno, a apasionarse por lo que le conviene.
Lo que se decide y se cristaliza en ese diálogo interior es crucial, y mucho tiene que ver con las grandes decisiones de la vida, entre ellas la de la vocación. Es un espacio sagrado como lo es el lugar donde una familia se reúne para compartir, conversar y decidir. Allí se define lo importante, la visión de la vida se unifica y la libertad gana todo su impulso porque lo bueno se ve más claro, se busca con ilusión y con todas las capacidades –en familia y no sólo individualmente-. Esos diálogos y decisiones van amueblando el interior de vivencias e impresiones que nos ayudan a ver la realidad y apreciar el amor de Dios, de los demás y la fecundidad de la vocación.
Tips para conducir el diálogo interior
Es necesario, por tanto, que…
- Intentemos advertir esos diálogos interiores sobre cosas importantes: poco a poco, darnos cuenta de que estamos dialogando o juzgando sobre eso…
- Ser conscientes de que la opinión de los sentimientos es una más: así podremos pensar y elegir sin ser atropellados por ellos
- Compartir ese diálogo interior con Jesús, en la oración y, si es necesario, también en la ayuda espiritual con la que contamos.
El resultado de un diálogo interior maduro no es concluir en una sentencia intelectualista, como sería la respuesta de un manual frío y distante. Tampoco es un mandato voluntarista: debo hacer eso y listo… El diálogo interior maduro nos lleva a una mayor sintonía afectiva con lo bueno, lo que trasciende, a evaluar la situación con los datos de la fe -sin olvidar que la fe es realismo- la esperanza, y el amor de Dios presente en nosotros.
La madurez de los sentimientos consiste en llegar a sintonizar con la realidad objetiva que tiene delante y reaccionar adecuadamente. Así, también los afectos podrán conquistar su propia libertad y ser impulso lleno de vida para lo bueno que deseamos.
Educar el deseo y coordenadas para el corazón en el celibato
Es maravilloso ver un velero que avanza ágilmente en el mar impulsado por el viento. Es una excelente imagen del hombre que vive a sus anchas, caminando feliz, hacia el puerto de su felicidad. Cada persona tiene ese mismo desafío: ser capaz de recoger las fuerzas de que dispone y orientarlas hacia su objetivo. Vivir en plenitud tiene mucho que ver con eso. «Es verdaderamente buena la vida del sujeto que no sólo sabe elegir rectamente, sino que también participa emotivamente en la buena conducta: se apasiona por el bien y por el mal moral; desea uno y rechaza el otro también apasionadamente; siente amor u odio, placer o tristeza, esperanza o temor, etc.»[2].
El deseo es ese impulso que sentimos hacia lo que nos gusta y apetecemos. Surge de la dinámica sensible. El deseo es apetito, anhelo, ansia, apetencia, tener como objeto algo que vemos o imaginamos y que nos atrae. Es un mecanismo que se dispara de forma más o menos inmediata y que nos impulsa. Es una inclinación que impulsa a la acción[3].
El Papa Francisco explica que ese movimiento es como «la brújula para entender dónde me encuentro y dónde estoy yendo, es más, es la brújula para entender si estoy detenido o estoy caminando, una persona que jamás desea, es una persona estática, tal vez enferma, casi muerta»[4].
El Papa Benedicto XVI se refería a este aprendizaje diciendo que es necesario siempre:
«aprender o re-aprender el gusto de las alegrías auténticas de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan un rastro positivo, son capaces de pacificar el alma, nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, tras la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían suscitado y entonces dejan a su paso amargura, insatisfacción o una sensación de vacío.
Educar desde la tierna edad a saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la existencia —la familia, la amistad, la solidaridad con quien sufre, la renuncia al propio yo para servir al otro, el amor por el conocimiento, por el arte, por las bellezas de la naturaleza—, significa ejercitar el gusto interior y producir anticuerpos eficaces contra la banalización y el aplanamiento hoy difundidos. Igualmente los adultos necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que pueden verse envueltos. Entonces será más fácil soltar o rechazar cuanto, aun aparentemente atractivo, se revela en cambio insípido, fuente de acostumbramiento y no de libertad. Y ello dejará que surja ese deseo de Dios del que estamos hablando»[5].
Querer y desear…
Cuando el deseo es algo libremente elegido, entonces estamos ante el querer. El querer es el paso consciente y voluntario que muchas veces se inicia en el desear. Por ejemplo, a alguien celíaco tal vez se le despiertan deseos de comer un plato de pastas (las ve apetitosas, se siente atraído) pero no quiere comerlo porque sabe que no le conviene, le hará daño. Deseo y querer –o decisión- están en dos niveles distintos aunque son parte del mismo impulso hacia lo que queremos conseguir[6].
Es muy importante en nuestra vida ser dueños de nuestro querer. Sabemos que la voluntad debe elegir bien y ser tenaz para lograr los objetivos. Pero muchas veces olvidamos que también los deseos han de aprender a querer lo bueno. Nuestra dimensión más espontánea y sensible puede educarse –al menos en parte- para saborear lo sensible e impulsarnos a lo que nos viene bien.
Es más fácil desear que querer. Desear es más superficial e inmediato. Querer es más profundo y lejano. Para tener un querer fuerte y firme es necesario tener la capacidad de retrasar lo que nos recompensa. El pago del deseo es siempre más inmediato, aunque fugaz. La retribución del querer libre es siempre más lejana en el tiempo, aunque llega mucho más profundo.
Parte de nuestro caminar hacia la santidad consiste en aprender a apasionarnos con lo bueno. Esto se logra trabajando para construir una armonía interior.[7]
Aprender a amar lo que es bueno
Necesitamos «aprender a amar lo que es realmente bueno -afirma P. Wadell- y a odiar el verdadero mal, y hacer ambas cosas con pasión y entusiasmo. La gente virtuosa –es decir, que ha desarrollado esa capacidad– siente fervor para lo realmente bueno. Del mismo modo aborrece apasionadamente el mal y la falsedad. Su virtud no es insulsa, sino inspirada. Estas personas no hacen el bien por un sentido del deber ni por temor, sino porque realmente aman el bien, de la misma manera que evitan el mal porque lo desprecian. (…)
Sólo podemos ser buenos cuando hacemos el bien por amor al bien mismo; no somos virtuosos si hacemos el bien por temor o interés, lo somos cuando lo hacemos porque hemos desarrollado una pasión de amor por él. Crecer en bondad requiere aprender a amar lo bueno y a odiar lo malo. (…) Llegar a ser una persona virtuosa depende de cultivar los afectos correctos»[8].
Esa armonía sólo es fruto de una paciente auto-educación personal, que nos acaba dotando de capacidades estables positivas (llamadas clásicamente virtudes) para actuar sintonizando inteligencia, voluntad y afectos para dirigirnos hacia lo que nos hace bien. No hay armonía en la personalidad sin virtudes, del mismo modo que no se puede tocar el violín en una orquesta si no se tiene la capacidad de ejecutar armónicamente ese instrumento. Daremos algunas pautas para educar los deseos y, hacia el final, lo aplicaremos a una posible situación en el celibato.
Querer… con buen gusto
Los deseos se educan como el paladar o el oído. En primer lugar hay que orientarlos para abrirse a una nueva realidad en la que encontrarán motivos positivos que los atraerán. Quien comienza a recibir lecciones de música clásica las aprovechará si tiene expectativas positivas. Si no hay cierta ilusión por lo que se va a descubrir los deseos no se encenderían. De algún modo hay que pasar por un proceso donde se busca algo mejor que desear. El afán de superación, un sano inconformismo está también en la base de mejorar nuestros deseos.
Luego, hay que dejarse contagiar por la buena experiencia de otros. En el diálogo con personas que viven los valores y virtudes que buscamos, hay una sintonía afectiva que se despierta. Conocer la vida de los santos y, sobre todo, la experiencia de los ideales que Jesús nos muestra en la oración son ventanas a deseos más grandes.
El paso siguiente es ponerse a trabajar, dando por supuesto que hace falta tiempo y constancia –paciencia-, para gustar nuevas realidades. Educar los deseos requiere aprender a esperar hasta que el querer, movido por la libertad, decida correctamente. Esta espera supone fuerza y temple para resistir el ímpetu del momento.
Marshmallow Test y autocontrol, coordenadas para el corazón
Hace años se realizó un experimento en una Universidad de USA. Consistía en que los encuestadores preguntaban a un grupo de niños pequeños qué preferían: si recibir un dulce inmediatamente o esperar quince minutos y recibir dos. Años después, los investigadores encontraron una relación estrecha entre mejores logros –estudios, posición económica- en los chicos que supieron resistir a sus deseos inmediatos que en aquellos que pidieron el dulce inmediatamente. Como un niño, los deseos no logran mejorar sin una razonable disciplina. La ansiedad de lo instantáneo es una gran enemiga para educarlos.
La voluntad es la fuerza que mantiene la dirección y permite a los deseos que estén orientados y encendidos. Es una fuerza que necesita el temple de la lucha, indispensable para la madurez. Como en una ascensión de montaña, todo ha de ser ocasión para subir, aunque sea un poco, para avanzar a pesar de que el progreso sea lento o con dificultad.
Esta misma lucha en acción educa no sólo la voluntad sino al paladar de los deseos. Nos pasa algo similar que a los apasionados montañeros: la experiencia del ascenso es bien pagada por la sensación de libertad y la belleza del paisaje que se va descubriendo, poco a poco, a base de no dejar de escalar.
Manos a la obra…
Apliquemos ahora lo tratado a algunas situaciones directamente relacionadas con el celibato y las coordenadas para el corazón. ¿Cómo compaginar el deseo que surge espontáneo del amor humano y de la intimidad con otra persona, y el querer ser fiel a Dios respondiendo a su llamada, guardando nuestro corazón y nuestro cuerpo sólo para Él? O también, ¿cómo armonizar los deseos sobre nuestra proyección profesional y la entrega completa que queremos vivir en la vocación? Evidentemente son ejemplos de órdenes distintos y, por otra parte, no existe una receta automática. Estamos hablando ni más ni menos que del amor, el gran secreto de la realización del hombre. Proponemos algunas pautas.
Una primera actitud que parece importante, como decíamos arriba, es no instalarnos en nuestros deseos –en cuanto gustos y preferencias- identificándolos como la verdadera versión de mí mismo. Es fácil pensar que lo más auténtico de nosotros es el deseo corporal o afectivo inmediato, dirigido a una persona concreta. Junto a eso puede venir el pensamiento de que, por eso mismo, la vocación al celibato no la queremos realmente desde el fondo del corazón. Esa falta de sintonía nos desconcierta o a veces nos hace pensar que el celibato no es para nosotros.
Esa falta de sintonía entre deseo y querer es experiencia de todos, no sólo del celibato. Amar –como ya explicamos- no es seguir el impulso de los deseos sino responder a la entrega de Jesús con amor y fidelidad. Esa misma actitud acabará también modelando los deseos, aunque no inmediatamente.
Trabajar en lo bueno
También es necesario ponernos a trabajar –con una actitud proactiva y abierta- en los ideales buenos que hay en el camino vocacional. No sólo hacer, cumplir, sino buscar sintonizar: descubrir el gusto por querer y hacer el bien a las personas, por supuesto, pero fundamentalmente el gusto de estar cerca del Corazón de Jesús de modo especial. Muchas veces las personas esperan la respuesta de sus deseos para volcarse a la vocación con totalidad. Y la lógica es inversa.
Volcarse a lo bueno –siendo reflexivos para poder disfrutarlo– también arrastra los gustos, no los ahoga, sino que los eleva. Para mostrarlo con un ejemplo, entre tantos otros: la vida generosa de la Madre Teresa da de por sí una sensación de plenitud, donde el deseo de un amor humano queda superado por la alegría del servicio y del amor volcado en tantas personas[9].
Es natural, por otra parte, la necesidad de una templanza positiva que nos ayude a no dar rienda suelta a los deseos de la atracción corporal y afectiva. Sin embargo, nunca puede tratarse de una acción de ahogo o sofocamiento. Así no se lucha por amar: si apartamos algo que nos saca de nuestro camino es por un motivo superior, y por eso, en las motivaciones ha de estar muy presente el amor.
En algunos momentos puede requerir una fuerza de voluntad que se imponga sobre el impulso, pero eso no es el corazón de la castidad, sino el amor. La ruptura interior se da con frecuencia en la persona que siente deseos afectivos o sexuales hacia otra persona y los sofoca desde el deber, el miedo o la ley.
Finalmente, como antes decíamos, dejarnos proteger por la paciencia. Los derrumbes vocacionales ocasionados por los deseos afectivos y sexuales generalmente han sido procesos donde las personas no supieron o pudieron esperar a que la tormenta pase. Porque siempre pasa, si se espera y se trabaja para reconstruir el amor.
La vocación es como una paleta de un pintor, que ofrece una multiplicidad de ilusiones, proyectos y horizontes: todos ellos están orientados también a seducir nuestros deseos proponiéndonos las verdaderas alegrías. Así nuestro querer y nuestro sentir permiten que la vocación sean lo que Dios pensó: una aventura superadora y apasionante. Son estas algunas coordenadas para el corazón en el celibato.
Fernando Cassol
[1] 1 Cor. 2, 9.
[2] Abbá, G., Felicità, vita buona e virtù, Lib. Ateneo Salesiano, Roma (1989), cap. IV, 19.
[3] Algunos autores distinguen esos impulsos diciendo que los deseos nos dirigen hacia lo placentero, mientras que los impulsos nos dirigen a lo que es bueno, pero requiere sortear una dificultad. Por ejemplo, un deseo sería comer esta porción de pizza y un impulso sería ahuyentar a un perro que me amenaza con su ladrido.
[4] Papa Francisco, Catequesis, 12-X-2022.
[5] Benedicto XVI, Audiencia general, 7-XI-2012.
[6] Es necesario aclarar que no todo querer nace siempre de un deseo sensible. Eso demuestra que el hombre es capaz de aspirar a realidades más altas que las que nacen de la atracción de los sentidos. Sin embargo, aquí queremos detenernos sobre la educación de los deseos.
[7] Cfr., entre otros, Volpacchio, E., Amar y sentir a Dios, Ed. Logos, Rosario (2009), 111-121.
[8] Wadell, P. La primacía del amor, Palabra, Madrid (2002), 171-172.
[9] Dice San Josemaría: Me das la impresión de que llevas el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía: ¿quién lo quiere? –Si no apetece a ninguna criatura, vendrás a entregarlo a Dios. ¿Crees que han hecho así los santos? (Camino, n. 146)
Artículos de la serie sobre el celibato
- 1. El celibato en el contexto cultural actual
- 2. Vocación al amor. Vocación al celibato
- 3. Vivir el celibato enamorados: verdado utopia
- 4. Celibato: un corazón apasionado por Dios
- 5. Celibato: Coordenadas para el corazón
- 6. Celibato: Pilotos del propio viaje
- 7. Sentido del sexualidad en el celibato
- 8. Corazón de Jesús, sentido y vida del celibato
- 9. La Palabra de Dios sobre el celibato
- 10. Crisis: Oportunidad de un nuevo nacimiento
- 11. Celibato: un proyecto de vida atractivo
- 12. Intimidad y afectos de la persona célibe
- 13. Misión en el celibato: motivación