Celibato: un corazón apasionado por Dios
Hablar de un coazón apasionado por Dios en el celibato suscita muchas preguntas. ¿Cómo vivir la vocación sintiendo la cercanía de Dios y la alegría de darnos? ¿Cómo transitar este camino apasionadamente? ¿Cómo hacer para que lo que debemos hacer, también nos haga sentir plenos? ¿Cómo hacer que los afectos ayuden a enamorarnos de Dios y no desear otros amores que nos distraen? Nos proponemos ahora afrontar de modo práctico algunos interrogantes sobre la dinámica de los sentimientos que llevan a una buena relación con Dios.
Índice de contenido
- «Un hombre vale lo que vale su corazón»
- El termómetro no da la hora
- Decidir con cabeza y corazón
- Una armonía sin tiranos
- Afectos especiales sin efectos especiales
- Tiempo para amar
«Un hombre vale lo que vale su corazón»
Valemos lo que vale nuestro corazón, no sólo nuestros sentimientos. Éstos son una parte de nuestro yo. El corazón es «ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el conocimiento de Dios y en el amor por Él»[1].
Por eso valemos y somos mucho más que lo que sentimos. No nos define sólo lo que surge en nuestras emociones o estados de ánimo: somos muy especialmente lo que queremos y lo que elegimos.
En el corazón anida la verdad más esencial de nuestra identidad. Allí se hace real el amor. Es importante tener en cuenta que amar no es sólo sentir[2]. Amar es una tarea de todo el corazón, de toda la persona, no sólo de los sentimientos, aunque los afectos tienen una misión muy importante.
Celibato y corazón apasionado para amar
Amar es una tarea de la persona, es fruto de la libertad y no sólo de la sensibilidad. Somos lo que vamos construyendo con las decisiones y no sólo nuestras emociones. Somos libres porque contamos con inteligencia y voluntad. Esas capacidades nos permiten descubrir la verdad y decidirnos por lo que nos hace mejores. Allí está la grandeza de cada persona.
No significa esto que los sentimientos deban relegarse o ignorarse. No debemos interpretarlos como la única ni la principal medida de lo que somos y valemos. Hemos de aspirar a amar a Dios con todo nuestro ser, con todo nuestro corazón. «El principio del amor es doble –explica Tomás de Aquino-, pues se puede amar tanto por el sentimiento como por el dictado de la razón. Por el sentimiento, cuando el hombre no sabe vivir sin aquello que ama. Por el dictado de la razón, cuando ama lo que el entendimiento le dice… Y nosotros debemos amar a Dios de los dos modos, también sentimentalmente, para que el corazón de carne se sienta movido por Dios, conforme a lo que expresa el Salmo (83, 3): mi corazón y mi carne se regocijan en el Dios vivo»[3].
El termómetro no da la hora y los sentimientos no siempre miden la felicidad
Nadie busca un termómetro para saber la hora, ni mira el reloj para averiguar la temperatura. Lo mismo pasa con la cabeza y los sentimientos. Si buscamos en uno lo que sólo puede decirnos el otro, estamos en problemas o vivimos constantemente problematizados. Lo que nos da alegría, lo que realmente nos satisface el corazón es aquello que nos hace bien: nos hace mejores, nos ayuda a amar.
Los sentimientos aportan las impresiones de lo exterior y, secundariamente, de lo que pasa en nuestro interior. Son impresiones que nos impulsan hacia las cosas o nos alejan de ellas. Son las primeras impresiones que necesitan ser verificadas en una segunda instancia por la inteligencia, para ver si corresponden con la realidad.
Podemos decir que «un sentimiento verdadero lo es en la medida en que se produce por una conexión íntima con la realidad. (…) Un sentimiento es auténtico en la medida en que es adecuado, fiel a la realidad que lo despierta. Por tanto, ante realidades distintas, ante personas distintas, ante situaciones distintas hay –y es lógico- sentimientos distintos»[4].
De los sentimientos hemos de esperar que nos digan si lo que percibimos aquí y ahora nos agrada o no, pero no nos pueden decir lo que debemos hacer, qué es lo que nos hace bien elegir. Los sentimientos son los sensores de una parte de la realidad. Pero hay también una parte no sensible muy importante. Es la parte de la realidad que trasciende lo que siento y nos abre a nuestra dimensión más espiritual: proyectos, ideales, motivos, elecciones, identidad, historia.
Decidir con cabeza y corazón
Por eso, decidir y juzgar sólo por lo que sentimos, cuando se trata de realidades grandes que están más allá de lo sensible, puede ser un gran error y fuente de sufrimientos. Pongamos un ejemplo: un padre de familia que llega cansado y triste a su casa al final de la jornada, quizás porque el trabajo fue ingrato y no se siente con fuerzas para lo que resta del día. Los sentimientos lo impulsan a huir, pero seguramente comprende que lo mejor es entrar en casa, brindarse a su familia con generosidad, aunque su ánimo no sea ideal. Seguramente –quizás al día siguiente- sentirá también alegría por haber logrado sobreponerse y darse a su familia, que es el proyecto importante en su vida.
¿Se equivocaron los sentimientos? ¡No! ¿Se equivocó al decidir con la cabeza, en contra de lo que sentía? ¡No! Una persona madura no le pide a sus sentimientos que le digan cuál es la mejor decisión que debo tomar. Tampoco los ignora o los desprecia, sino que cuenta con esa lectura de la realidad, sin sorprenderse de que no siempre sintonicen con la realidad de fondo, que tantas veces es no sensible. Del mismo modo que un termómetro no es un reloj, los sentimientos no miden hacia dónde debemos ir: sólo informan si la temperatura de lo que estamos viviendo aquí y ahora es agradable o no.
Armonía sin tiranos y corazón apasionado por Dios
La alegría profunda proviene del amor: ser amado y amar. El amor nace de la libertad. Por eso somos lo que elegimos y no sólo lo que sentimos. Vivir por amor, elegir lo que hacemos para darnos a Dios es lo que permite que en nuestro interior no haya una constante fractura entre cabeza y sentimientos: es lo que hace que el corazón no esté dividido.
Por eso, para construir nuestra armonía interior no debemos admitir tiranos. Ya hablamos de la tiranía de los sentimientos: del sentimentalismo. Ahora debemos estar atentos a excluir otras posibles tiranías que resultan de una imposición inadecuada de la inteligencia o de la voluntad.
Por una parte, debemos evitar que nuestra actuación esté monopólicamente motivada por el “deber ser”, la ley que se debe cumplir. El deber ser es un buen mapa, pero un mal combustible para nuestro actuar libre. No basta hacer las cosas porque hay que hacerlas. A ello hemos de sumarle nuestra elección libre que, en bastantes ocasiones, podemos hacerla, aunque sí lo haremos por amor. Pretender solamente entender qué tenemos que hacer para actuar nos llevaría al intelectualismo, a la dictadura de la inteligencia por encima de las demás capacidades.
Igualmente debemos huir del voluntarismo que consiste en poner una fuerza ciega en el hacer, sin descubrir y considerar los motivos buenos que están detrás. Una forma frecuente del voluntarismo es el perfeccionismo. Este modo de obrar supone que valemos en la medida que hacemos todo sin error. Se confunde así la perfección del amor que lleva a la libertad, con una perfección técnica que acaba asfixiándola.
La vocación y la santidad -que es su fin- no consisten en una carrera del hacer sino en transformarse en hijos de Dios, por amor, y con Su gracia.
Afectos especiales sin efectos especiales
Los afectos sintonizan con la cabeza cuando sabemos ayudarlos a encontrar motivos para apasionarse en la normalidad de la vida diaria, en lo cotidiano. La madurez afectiva que ayuda a vivir alegremente la vocación consiste en la capacidad de involucrar los sentimientos en lo de todos los días, en las luces y sombras de lo normal que tenemos, somos y vivimos.
Para que esto sea una realidad, en primer lugar, debemos huir de una actitud engañosa: buscar que lleguen momentos especiales, ocasiones excepcionales, situaciones fuera de lo normal para sentir algo conmovedor y revolucionario. Habría allí un problema de expectativas que nos haría mirar siempre hacia otra situación, anhelando salirnos en cuanto sea posible de la normalidad para sentirnos bien. Es una actitud que nos hace estar interiormente distraídos porque estamos atraídos por algo distinto a lo real, en un estado en el que creemos que estaremos bien.
Apasionarnos con la grandeza de nuestra vida normal y concreta exige, en primer lugar, valorarla y buscar amar precisamente allí. Saber ilusionarse con lo concreto de la vocación es una tarea de auto-pedagogía. La cabeza ayuda –mediante el diálogo interior y los espacios de reflexión- a que también los afectos lleguen a sintonizar con lo bueno que podemos encontrar en lo cotidiano.
Así como un buen artista lleva a su hijo a una exposición de pinturas y le va explicando con cariño y paciencia lo que puede disfrutar de lo que está viendo, de un modo análogo nosotros mismos –la cabeza- somos los que nos hemos de ayudar a descubrir sensiblemente lo atractivo. El mundo afectivo tiene un papel importante en la vida de oración.
Tiempo para amar con corazón apasionado por Dios en el celibato
Para eso hace falta tiempo interior de diálogo con Dios y de silencio fecundo. Debemos defendernos de la avalancha de información y de imágenes, cuyo volumen es tal que supone como un constante tsunami para la afectividad. No hay tiempo y capacidad de procesar tantos estímulos para saber qué queremos, qué sentimos y por qué. Es curioso, pero hay muchas personas informadas de lo que sucede en el mundo, pero ignoran quiénes son, qué les pasa y qué quieren. Esa exterioridad frenética vacía también los afectos y los hace frágiles y volubles, manejables por cualquier impresión y situación.
La madurez afectiva necesita del recogimiento interior[5]. El diálogo interior con Jesús –no sólo en tiempos exclusivos para rezar sino con ocasión de todo lo que vivimos-, la escucha serena de lo que nos sucede –de parte de Dios y de los que tienen la gracia de acompañarnos en el camino espiritual-… en definitiva, la contemplación del Amor de Dios es la gran puerta de acceso para apasionarnos con Él y con el camino que nos lleva a su Corazón. El celibato vivido así lleva a tener un corazón apasionado por Dios y se experimenta con asombro e ilusión.
Fernando Cassol
Notas del artículo apasionados por Dios
[1] Benedicto XVI, Homilía, 17-IV-2011.
[2] Este tema se amplía en los cap. 3 y 4.
[3] Super Evang., S. Mat. lect., 22, 4.
[4] García-Morato, J. R., Crecer, sentir, amar. EUNSA, Pamplona (2002), 40.
[5] «La entrada en la contemplación es análoga a la de la Liturgia eucarística: “recoger” el corazón, recoger todo nuestro ser bajo la moción del Espíritu Santo, habitar la morada del Señor que somos nosotros mismos, despertar la fe para entrar en la presencia de Aquél que nos espera, hacer que caigan nuestras máscaras y volver nuestro corazón hacia el Señor que nos ama para ponernos en sus manos como una ofrenda que hay que purificar y transformar». Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2711.
Artículos de la serie sobre el celibato
- 1. El celibato en el contexto cultural actual
- 2. Vocación al amor. Vocación al celibato
- 3. Vivir el celibato enamorados: verdado utopia
- 4. Celibato: un corazón apasionado por Dios
- 5. Celibato: Coordenadas para el corazón
- 6. Celibato: Pilotos del propio viaje
- 7. Sentido del sexualidad en el celibato
- 8. Corazón de Jesús, sentido y vida del celibato
- 9. La Palabra de Dios sobre el celibato
- 10. Crisis: Oportunidad de un nuevo nacimiento
- 11. Celibato: un proyecto de vida atractivo
- 12. Intimidad y afectos de la persona célibe
- 13. Misión en el celibato: motivación