Crisis: oportunidad de un nuevo nacimiento
Renacer de una crisis vocacional
Renacer de la crisis vocacional es el tema de este décimo artículo de la serie Ciento por uno sobre el celibato. Emprender un camino vocacional es una aventura. Hay mucho por descubrir, grandes sueños y deseos y a veces el temor de que se presenten momentos difíciles. Puede surgir el miedo a que sucedan cosas que nos lleven a echar por la borda lo construido o apaguen la ilusión que nos inspiró. Puede aparecer el temor a que la ilusión se devalúe en desencanto y el camino elegido se convierta en una experiencia pesada, quizás difícil de soportar.
Cuando estos temores se presentan, es bueno no olvidar que, como en cualquier proyecto humano, puede haber momentos difíciles e inesperados, pero no por eso totalmente negativos: las crisis pueden ser oportunidades para volver a afianzar la decisión inicial, no apartar la mirada del objetivo elegido y renovar la esperanza de alcanzarlo. Estos conflictos, tantas veces brindan la oportunidad de enriquecerse: las crisis, una vez superadas, dan la oportunidad de conquistar una libertad más plena y permiten encauzar la vida, con una decisión purificada, con la dinámica propia de quien se sabe en manos de su Padre Dios.
Índice de contenido: renacer de crisis vocacional
- Las crisis: ventanas por las que la vida se abre paso
- Encontrarse con el Amor: la crisis de la primera madurez
- Clave 1: «me dejé seducir»
- El momento de la entrega: la crisis de la mitad de la vida
- Clave 2: «reconocer»
- El balance de la vida: la oportunidad de reconocer la fecundidad
- Clave 3: «re-valorar»
- Dinámica de la crisis y la oportunidad para la fe
Estos conflictos, tantas veces brindan la oportunidad de enriquecerse. Las crisis, una vez superadas, son la ocasión para conquistar una libertad más plena y permiten encauzar la vida, con una decisión purificada, con la dinámica propia de quien se sabe en manos de su Padre Dios.
Crisis: ventanas por las que la vida se abre paso
Las crisis aparecen sin elegirlas. Nos toman por sorpresa, generan incertidumbre, sufrimiento y una necesidad profunda de conocer qué nos pasa. Es fácil que surja la intuición de no estar siguiendo el camino tal como Dios nos lo pide, aunque no siempre una crisis es signo de falta de correspondencia: muchas veces es indicio de estar delante de un nuevo escalón de madurez, para conquistar y subir.
Crisis es una palabra que deriva del verbo griego “krinein”, que significa juzgar para tomar una decisión; su sustantivo “krisis” significa juicio, decisión. Una crisis es una invitación a un nuevo protagonismo de la libertad, una nueva oportunidad de ser autores de nuestra biografía. Las crisis son dolorosas porque nos desplazan de nuestra zona de confort, nos llevan a tomar decisiones con las que quizás no querríamos encontrarnos, pero son necesarias ya que pueden abrir a una convicción más honda, a una nueva elección que hace más firme el propio caminar.
Podríamos decir que, de algún modo, los pasos decisivos de la existencia de toda persona se dan en crisis: el nacimiento es una crisis, la experiencia de descubrir el mundo y distinguirlo del yo es crítica, la elección de un camino para la propia vida es una gran decisión, y finalmente el pasar a la vida sin fin es una fuerte crisis para cada uno. Junto a ellas, los demás desafíos de mayores elecciones que se dan en la vida.
La crisis vocacional evitable
Es verdad que también existen algunas crisis que podrían evitarse: son aquellas situaciones a las que no se habría llegado si se hubiesen tomado las decisiones adecuadas. Hasta en esos casos, en que obramos con negligencia y tal vez nos sentimos “culpables”, hay escondida una ganancia que está a nuestro alcance conquistar. Aun cuando anteriormente hayamos elegido mal, queda espacio para una nueva elección que no es saludable evadir ni delegar en otros.
Son oportunidades para volver a arriesgar y lanzarnos a ejercer nuestra libre voluntad, que es el único camino para convertirnos en aquello que no somos pero que queremos ser. Es un cambio parecido al de la crisálida, que pasa por el trauma de romper su capullo con esfuerzo para poder volar. Son momentos cruciales en la vida que, enfrentados con sentido sobrenatural, resultan muy ricos para enriquecer la propia biografía, confiar más en Dios y adquirir una capacidad purificada de valorar lo que vale la pena.
En el inicio del camino vocacional –en la búsqueda de Dios– se conjugan tres experiencias: encontrar al Amor, entregarse al Amor y tomar conciencia de que todo lo grande en nuestra vida proviene del Amor. Luego, ya avanzada la vida, cada uno de estos aspectos tienen su propio tiempo de maduración que hacen que la elección se renueve, se haga más profunda y sólida. Son tres etapas que suelen coincidir con los cambios en las “etapas” de la vida.
Encontrarse con el Amor: la crisis de la primera madurez
La primera crisis de maduración que puede aparecer en el camino vocacional suele tener lugar entre los 30 y 40 años. Es la crisis del “encuentro con el Amor verdadero”. Se siente la necesidad de tomar una nueva decisión para dirigir la propia vida, aunque ya haya transcurrido un tiempo razonable desde haber comenzado el camino.
Se suele percibir que el impulso originario ya no alcanza, que hay proyectos hasta entonces ignorados, que ahora se descubren y parecían no tener cabida en los sueños que acompañaron el comienzo de la vocación. En cierto modo, ahora el futuro ya no está tan lejos, sino que se lo reconoce como algo inevitablemente inmediato. El tiempo de la propia vida vale y hay que hacer con él algo importante.
Se siente con más fuerza la conciencia de ser dueño y responsable de la propia vida: nuestra biografía se torna algo mucho más serio y ya no se puede relegar hacerla real a un futuro imaginario. Se ha caminado un poco desde la ingenuidad de los 20 años, pero no lo suficiente para tener la experiencia de cómo seguir. Hay incertidumbre e inquietud, que sorprenden porque parecía que habían sido despejadas al decir el primer sí. Suele acentuarse en este momento la inseguridad sobre el futuro (el trabajo, la profesión, las relaciones afectivas valiosas, etc.), y surgen de nuevo las preguntas fundamentales: quién soy realmente y quién quiero ser.
Valorar las relaciones afectivas
La valoración de las relaciones afectivas se hace, ahora, con un nuevo enfoque. El amor humano –la natural atracción de la complementariedad de los sexos- se insinúa como un proyecto posible, más cercano y deseable, que reclama no dilatar una decisión en su favor. Parece que antes no se había logrado sentir lo que en ese momento despierta y que, lejos de ser algo brusco y corporal, tiene el sabor del amor noble y afectivo.
Puede parecer como que se caen las escamas de los ojos; la impresión de cierto engaño candoroso en el que se ha incurrido por inexperiencia y del que se ha tomado una decisión quizás precipitada. Se puede pensar que nos hemos dejado seducir por ideas y sueños demasiado grandes, sin ponderar la importancia de otro amor distinto y que se experimenta ahora como necesario.
Clave 1: «me dejé seducir»
En esta crisis hay una fuerte necesidad de reconocer -de nuevo y de un modo nuevo- al verdadero Amor. Hay un riesgo en dejarse deslumbrar por la apariencia de experiencias novedosas o de pensar que recién ahora -porque ya se ha madurado un poco más- somos capaces de juzgar con certeza otro modo de vida posible, en el cual el amor ya no se percibe en sueños o proyectos sino en personas.
En el caso del celibato es el momento para redescubrir, con nuevas luces, el amor de Jesús por cada uno, la fecundidad de nuestro afecto por tantas personas y el cariño que recibimos de ellas. Es el momento en el que el celibato toma más fuerza como proyecto afectivo, y no sólo como ideal de conquistas y buenas acciones. Para eso es necesario un nuevo descubrimiento del amor personal de Jesús y a Jesús.
Decidir desde el corazón para renacer en la vocación
Podríamos decir que la expresión clave con la que se pasa la puerta de esta crisis es «me dejé seducir». Esa expresión profunda que aparece en Jeremías (20, 7), es la gran decisión necesaria en este momento de la vida. Y es una decisión de fe y, a la vez, de confianza desde el corazón. Es el momento de dejarnos envolver nuevamente por una cierta seducción de parte del Amor del Señor que requiere la libertad de dejarlo seducirnos, atraernos.
Una confianza que se traduce en creer que su Amor es todo lo que buscamos. Este paso no es exclusivo de la crisis en el celibato: algo similar sucede en el proyecto matrimonial y suele coincidir con el sí definitivo, el casamiento. Allí comunmente se llega ya desprovistos del impulso ingenuo y sensible del enamoramiento, con el realismo de conocerse un poco más y de saber que el otro es compañero de camino no sólo por atracción, sino por haberlo elegido.
Renovar la fe ante la crisis vocacional
La fe tiene, en esta crisis, la gran misión de ser como la ventana por donde ingrese la luz que nos permita discernir ese nuevo Jesús, con quien es necesario encontrarse para renovar nuestra relación personal. A ello pueden también contribuir, además de un estilo de oración más cercano, el diálogo confiado con un acompañante y dejar iluminarse nuevamente por las vidas de otras personas que inspirarán y reforzarán la confianza: viendo lo que Dios hizo en ellos estaremos más confiados en lo que aún no se puede descubrir plenamente en la breve experiencia propia.
Esta crisis podría verse ilustrada en la experiencia que sufrió el joven rico en su encuentro con Jesús (Mc 10, 17-30). Es necesario reconocer a un Jesús inspirador del propio corazón, aunque pida todo. No sólo como un líder de ilusiones. La nueva “decisión” a la que esta crisis lleva, por tanto, es la de reconocer y volver a elegir al verdadero Amor en nuestra vida. Es un paso que requiere prescindir, de algún modo, de los impulsos, el ambiente, los arrebatos sentimentales y abrirse, en cambio, a esa realidad sobrenatural desde la cual todo es iluminado.
El momento de la entrega: la crisis de la mitad de la vida
La crisis de la mitad de la vida o “crisis de los 40” es un momento decisivo por el que podemos llegar a Dios, de un modo más libre y profundo, con todo lo que somos. Se presenta en el momento de la vida en que ya ha pasado algunas décadas desde el sí inicial. Sin embargo, el transcurso del tiempo otorga la oportunidad de responder con un “sí” más libre y hondo, precisamente, porque en todo ese período se ha tenido ocasión para descubrir el Amor, restando importancia a las expectativas sobre cuestiones secundarias que podrían opacarlo.
En esta etapa suele aparecer un nuevo cuestionamiento sobre la propia vida, lo que ha transcurrido hasta entonces con normalidad. También se abre una revisión por el sentido de la propia existencia, los propósitos perseguidos, los logros alcanzados y los que anhelamos.
Los sueños que se dejan sin realizar
Es frecuente sentir que no se ha logrado todo lo que se esperaba y que muchos sueños ya no serán posibles. Puede surgir la sensación de verse insatisfecho o frustrado y, por eso, podría brotar una nueva urgencia que pide resolver el dilema, como si fuera la “última oportunidad” para convertir la propia vida en algo valioso.
En esos momentos es necesario decidir si el valor de la propia vida se apoya en el Amor recibido y al que se desea corresponder o, por el contrario, preferir un cambio radical para diseñar otro proyecto distinto. Esta disyuntiva, por tanto, después de haber descubierto el Amor en lo ya recorrido hasta este momento, es una ocasión inmejorable para “volver a entregarse” a Él aunque requiere una motivación más profunda y purificada.
Clave 2: «reconocer»
La dinámica de esta crisis podemos verla representada en el encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35)[1]. Como resultado de ese encuentro -que se da después de la decepción de la pasión y muerte del Señor-, los discípulos reconocen a Jesús de un modo nuevo, no ya como esperaban verlo triunfar y vivir. «Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero Él había desaparecido de su vista».
Esta crisis es la de decidirse a «reconocer» al Dios que buscábamos, pero de un modo más genuino, desprendido de mesianismos y de aferrarnos al modo de éxito que esperábamos por seguirlo. Se les abren unas perspectivas que les permiten creer dejando que Dios ame y actúe como Él quiere. Por eso vuelven a la misión con un nuevo entusiasmo enraizado en la fe, más realista, libre de las mediciones humanas y conscientes de que las limitaciones son parte de la historia de Amor.
La vocación dentro de la vocación
Algunos llaman a esta crisis, la vocación dentro de la vocación. Es una maduración a la que también se enfrentan los esposos en una edad similar, seguramente ya con hijos crecidos que absorben muchas energías, algunas heridas en el camino de la relación y un poco de cansancio. Aparece aquí la oportunidad de descubrirse en un proyecto fecundo y volver a elegirse. La tentación es optar por otra alternativa más atractiva y deslumbrante, un cambio radical de proyecto.
Aquí la decisión ante la que la crisis nos pone es la del fundamento de lo que creo valioso: si el valor de la propia vida se apoya en el Amor recibido y que se desea corresponder o, por el contrario, en otra opción donde la vida se construirá más a la propia medida. Después de descubrir el Amor, este es el momento de entregarse a Él.
Esta crisis es valiosa porque conduce a la mayor libertad. Nos permite apreciar el motivo que sostiene la propia vida: haber recibido un Amor grande que es superior a los buenos y nobles sueños que se aspiraba alcanzar. Es una crisis de renovación: la novedad surge después de un nuevo “morir al yo” y a una excesiva confianza en su propuesta. Si evadiéramos esta transformación, el camino se transitaría tal vez con inercia e, incluso, con algo de cinismo: se podría optar por seguir pero desistiendo de las grande metas que se descubrieron al comienzo.
El balance de la vida: la oportunidad de reconocer la fecundidad
Este es un momento de la madurez, no ya como plenitud de fuerza, sino como la oportunidad para reconocer que la verdadera riqueza de nuestra vida está en lo recibido, en lo que por Amor se nos ha dado y no en los frutos contabilizables obtenidos.
Suele tener lugar a partir de los 60. Es tiempo de balance. Aparece la conciencia de que en la vida “ya se hizo todo lo importante que se podía hacer” y que no queda ni tiempo ni oportunidad para cambiar lo hecho. Se perciben con más claridad las limitaciones físicas y emocionales. Se vive con la riqueza de la experiencia, aunque añorando quizás una agilidad y dinamismo de la madurez joven.
La pérdida del protagonismo
Puede aparecer una cierta sensación de “aparcamiento”, donde se atenúa el ritmo vital, se percibe un poco que el paso ya no es tan enérgico como antes. Podría suceder que lo valioso que se ha vivido y realizado ya no se disfrute precisamente por una especie de sordera que produce el no verse ya con protagonismo, ni con fuerza, ni con margen para grandes proyectos.
Es posible que irrumpa el contraste y la incomprensión con los ideales y actitudes de los más jóvenes. Quizás se hace algo más difícil el diálogo con esa nueva cultura y se siente tal vez la amenaza de ver la nueva generación con desencanto: cuesta comprenderla y desear dialogar, y no perder la oportunidad de enriquecer a las nuevas generaciones, de saberse portadores del tesoro de una vida ya vivida.
Esta etapa demanda una decisión importante, de cuya maduración surgirá el poder acabar la vida con gratitud y optimismo. Pero, lo que es aún más importante, porque se está ante la última “lección” que hay que aprender: la que permitirá disfrutar en la eternidad de la sinfonía del Amor verdadero en el Corazón de Dios porque habremos aprendido a valorar, sobre todo, el Amor dado gratuitamente. Es el momento, por tanto, de agradecer, pero a la vez relativizar el peso excesivo que solemos dar a las propias conquistas.
Clave 3: «re-valorar»
Puede que parezca una etapa oscura. Pero no es sólo una etapa de decadencia. Es la gran oportunidad para “reconocer” aquello que el Amor de Dios ha sembrado y fructificado en la propia historia, incluso, a pesar nuestro. Es el momento de una nueva comprobación que, por la fe, nos brinda la posibilidad de prescindir de una mirada demasiado humana o utilitarista, una cuenta muy centrada en lo que “yo he hecho”.
Una analogía de esta crisis se encuentra en el relato en el que Jesús Resucitado, antes de su Ascensión, pide a Pedro que le reafirme su amor (Jn 21, 15-19) a pesar de haber experimentado la debilidad y el fracaso: justamente para que sea su Amor lo único que lo sostenga y haga fecundo.
Como le sucedió a Pedro, es una época para dejar que la misericordia cure las heridas –experiencias e historias no sanadas–, lleve a revalorizar lo fundamental, y dé la oportunidad de contagiarlo y transmitirlo. ¡Cuánto poder tiene el entusiasmo que comunica una persona madura y agradecida por su vida fiel a la vocación! Y cuánta pena da ver a veces a personas que se han abnegado mucho, pero no han sabido reciclarse, tomarse un poco menos en serio y mirar, sobre todo, la bondad de Dios derramada en su propia historia. De este reciclarse depende una vejez alegre y agradecida, que no es sólo una actitud inteligente para esperar el final, sino la última lección para sintonizar con la sinfonía que llenará el Cielo: la del Amor regalado.
Dinámica de la crisis y la oportunidad para la fe
En las crisis vitales se vuelven a plantear cuestiones fundamentales: “¿cuál es el propósito de mi vida?”, “¿quién soy yo realmente?”, “¿qué es lo que realmente importa?”. Esos momentos, vividos en el camino de una vocación sobrenatural -como es el celibato- reclaman una apertura más profunda a lo que Dios es, muestra y propone. Ese desafío no puede evadirse ni reemplazarse con recursos emocionales o compensaciones que, aunque pueden ayudar, no van al fondo y acaban siendo calmantes ineficaces. Estas crisis mundiales, son crisis de santos, decía San Josemaría[2]. Lo mismo podemos aplicar a las crisis existenciales de cada individuo: son crisis que requieren más fe, que reclaman transformarse en hombres y mujeres más de Dios, menos dependientes del yo.
Como antes decíamos, la escena del encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús tiene un mensaje muy rico para las crisis existenciales. Ayuda a ver el rol fundamental de la fe para renovar una visión y una experiencia que permitirán seguir el camino, con un sentido nuevo. Los discípulos primero reciben de Jesús una nueva lectura del fracaso y de las dificultades, de la aparente derrota. Dialogando les enseña a mirar la realidad desde la fe.
El oxígeno de la fe para renacer en la crisis vocacional
Es indispensable contar con el “oxígeno” que proporciona una fe robusta y una esperanza cultivada. El óxigeno que sólo pueden dar una mayor fe y una mejor esperanza son fundamentales. «Nosotros necesitamos tener esperanzas -más grandes o más pequeñas-, que día a día nos mantengan en camino -explica el Papa Benedicto XVI-. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza.
Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es “realmente” vida»[3].
Reconocer al Señor como los discípulos de Emaús
A los discípulos de Emaús les devuelve la fuerza reconocerlo a Jesús presente en la Eucaristía, es decir, el Dios-con-nosotros que realmente comparte nuestra historia, camina con nosotros. Aunque haya desaparecido de su vista, Él está. Desapareció del modo en el que ellos lo esperaban presente. Pero les amplió la visión porque los llevó a mirar todo con una nueva fe. Ese cambio, ese crecimiento en la fe les permitirá volver con su propio testimonio -apoyado en una nueva fe- y anunciar el poder “desconcertante” de Jesús Resucitado.
Bien resumía este camino San Josemaría, cuando se preguntaba «¿cuál es el secreto de la perseverancia? -El Amor. – Enamórate, y no “le” dejarás»[4]. Y que D. Álvaro del Portillo comentaba, proponiendo a su vez: «no le dejes, y te enamorarás»[5].
Notas sobre crisis vocacional
[1] Sobre la crisis de la mitad de la vida, recomendamos el libro de Damián Fernández, Giro en U, Ed. Logos, Buenos Aires (o titulado La segunda conversión, en la edición de Rialp).
[2] Cfr. Camino, n. 301.
[3] Benedicto XVI, Encíclica Spe Salvi, 31.
[4] Camino, n. 999.
[5] Carta, 19-III-1992, n 50.
Artículos de la serie sobre el celibato
- 1. El celibato en el contexto cultural actual
- 2. Vocación al amor. Vocación al celibato
- 3. Vivir el celibato enamorados: verdado utopia
- 4. Celibato: un corazón apasionado por Dios
- 5. Celibato: Coordenadas para el corazón
- 6. Celibato: Pilotos del propio viaje
- 7. Sentido del sexualidad en el celibato
- 8. Corazón de Jesús, sentido y vida del celibato
- 9. La Palabra de Dios sobre el celibato
- 10. Crisis: Oportunidad de un nuevo nacimiento
- 11. Celibato: un proyecto de vida atractivo
- 12. Intimidad y afectos de la persona célibe
- 13. Misión en el celibato: motivación