El coronavirus: ¿es un castigo de Dios?
¿Es posible encontrar algún bien en la pandemia?
Dios es demasiado grande como para juzgar sus acciones, pero con lo que sabemos de Él podemos intuir mucho. Actualizado ante un nuevo confinamiento.
Un año de la pandemia revela nuestras «falsas seguridades».
Sin ser un castigo, es probable que este desastre mundial «tenga relación con nuestro modo de enfrentar la realidad, pretendiendo ser señores absolutos de la propia vida y de todo lo que existe», como escribió el Papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti.
Los cristianos creemos que Dios es nuestro Padre y, como todo buen padre, tiene que velar por la educación de sus hijos. Esto incluye la necesidad de corregir por amor.
¿El Covid-19 es algo que Dios ha querido para corregirnos?
Dios es infinitamente sabio y bueno, por lo que su Providencia, o cuidado de cuanto existe, dirige todo en la trayectoria más conveniente. Algunos sucesos o circunstancias proceden de su bondad, pero otros únicamente los permite. Por ejemplo, a veces Dios permite que se haga el mal, de modo que mediante dicha acción se realice algo grande y maravilloso, como en el caso de nuestra salvación a través de la muerte de Jesús en la cruz.
Permite enfermedades, defectos y tropiezos, para que seamos más humildes y, paradójicamente, más sanos. Ese camino requiere que pasemos de la actitud del fariseo de la parábola, orgulloso solo de sí mismo y de su “bondad”, a la del publicano, en la misma parábola, que narra precisamente un médico: san Lucas (cfr. Lc 18, 9-14).
Ambos personajes van a rezar al templo. El fariseo reza sin notar la necesidad de arrepentirse. Confía en que hace suficiente y más que los otros, a quienes desprecia; cumple sus obligaciones y es capaz incluso de ayunar… El publicano se arrepiente, cae de rodillas, reconoce sus limitaciones con humildad, pide perdón y socorro sin compararse con los demás. Por eso, solo él termina su oración más feliz y vuelve a casa renovado.
La actitud humilde es fundamento de felicidad y oración grata a Dios.
Entonces, podemos preguntarnos: ¿el coronavirus para mí es una llamada a la humildad, un castigo, una prueba, o simplemente algo natural como cualquier otra enfermedad? Que solo algunos se contagien, sufran o incluso pierdan la vida, ¿podría significar que Dios los considera más culpables o necesitados de conversión? Naturalmente no, como respondió Jesucristo, comentando el episodio de 18 personas que murieron aplastadas bajo la torre de Siloé (cfr. Lc 13, 4-5): no eran ellos distintos a sus conciudadanos.
¿Podría ser la pandemia un castigo universal para el género humano?
A raíz del pecado original perdimos los dones que Dios nos había querido regalar, y entraron el sufrimiento y la muerte en el mundo. Indirectamente, de esa primera culpa procede el dolor, la enfermedad y la muerte.
¿Podría ser una especie de “actualización del castigo original”, por el mal que se difunde hoy? En muchos países se aprueban leyes contra la naturaleza, se promueve una cultura alejada de los valores humanos, y se pretende suprimir el dolor con la eutanasia. ¿Se habrá cansado Dios de que las mujeres y los hombres le rechacen, como en tiempos de Noé, cuando envió el diluvio universal? Dijo entonces que no volvería a castigar a la humanidad de ese modo. Sin embargo, sí lo hizo en menor escala cuando el Pueblo de Israel, muchos siglos después de Noé, fue deportado a Babilonia…
No podemos atribuir a Dios la difusión de este virus como castigo por rechazarle, o por despreciar a otras personas, es decir por nuestros pecados… Sería más propio decir que lo ha causado el diablo, ya que él disfruta viéndonos sufrir. Tampoco esto sería realista ni útil. Lo que sí podemos hacer es sacar bienes del coronavirus. Verlo como una oportunidad, cuidándonos, pensando que el curso de la naturaleza, o el error humano, ha producido su aparición y propagación.
Con esta actitud nos parecemos a Dios, que siempre saca bienes de los males. Él quiere que todos sean felices y lleguen al cielo: las enfermedades despiertan en nosotros el anhelo por esa patria futura. No nos ha creado para castigarnos, sino para hacernos partícipes de su bondad. Por eso desea que nos convirtamos, que mejoremos, y su justicia prevé el castigo del mal.
Los enemigos de Dios también intentan sacarle partido al coronavivirus.
Generan desesperanza, propagan mentiras, consiguen que mucha gente se cierre sobre sí misma y se aísle. En un gran número de países ha disminuido, al menos durante unos meses, el acceso a la Misa y otros sacramentos, las vías ordinarias por donde nos vienen la gracia o ayuda específica de Dios para que cumplamos nuestra misión.
También por esto, la Iglesia católica ha promovido otras formas de adquirir esa fuerza, para quienes sufren la enfermedad de Covid-19, para el personal sanitario, los familiares y los que los cuidan. Ha dispuesto que se puedan ganar una indulgencias plenarias especiales, del modo que se explica en un decreto. Es decir, que recibamos una ayuda extra del cielo, borrando nuestras deudas, con una oración humilde.
Quien rechaza a Dios sufrirá inútilmente.
Depende de nosotros rebelarnos o acoger la cruz actual. Podemos dejar infecundo el sufrimiento o mejorar y darle un valor de eternidad.
No tenemos del todo claro el significado del coronavirus, pero vale la pena aprovecharlo como un nuevo punto de partida, un reset.
Intuir el amor que Dios nos tiene impulsa a esa nueva conversión. «El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la pandemia, hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra existencia» (Fratelli tutti).
Iñaki Fernández Lacabe