A la luz del Evangelio
Huellas de Jesús de Nazaret para encontrar la felicidad
¿Cómo puedo ser feliz siguiendo a un hombre que murió en la cruz?
A la luz del Evangelio es el título de un libro de Fernando Ocáriz.
Condensa el deseo teórico de un cristiano: sentir, actuar y pensar como Jesús de Nazaret. Pero ¿por qué? Y ¿cómo hacerlo realidad cada día?
El prof. Ocáriz escribe unas consideraciones prácticas a partir de bastantes escenas de la vida de Jesucristo. Las comentamos en lo que aportan a la madurez psicológica y espiritual.
Uno de los apartados más breves lleva por título “disolverse en Dios”. Ante las palabras de san Juan Bautista, referidas a Cristo, “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”, señala el autor: “Hay una forma peculiar de egocentrismo “teologal”: contemplar siempre a Dios con referencia al yo”.
La invitación para alejar ese peligro será: “disolverse en Dios y, desde Dios, pensar, querer, servir a los demás”. Una actitud autotrascendente y libre, esencial para ser felices.
Nuestros procesos mentales reflejan los deseos más profundos. Los afectos, las actitudes y las creencias marcan el modo de caminar por este mundo. En todos ellos hay algo misterioso que apunta hacia fuera de uno mismo: un anhelo de bien, de verdad, de belleza, que solo parcialmente encontramos en los demás y en la naturaleza.
Es una aspiración que llevamos como tatuada en el corazón. Y el modo de saciarla que se nos propone en este libro es “respirar el evangelio”. Desde la encarnación de Jesucristo hasta su pasión, hay un proyecto claro: introducirnos en el amor de la Trinidad y convertirnos por su misericordia en “hijos de Dios”. “Ser familiares de Dios –escribe Ocáriz–, no es una conquista nuestra, no es un humano progreso. Es un don”.
Con pinceladas bien acotadas, se dibuja un panorama grandioso: “dar a cada instante vibración de eternidad” (cfr. Forja, n. 917). De inmediato captamos que se precisa fe para entenderlo. La fe es necesaria, como la esperanza y el amor, que dependen menos de nuestras propias fuerzas que de Dios.
Si notamos debilidades y la falta de esas virtudes, no es suficiente tener muchas ideas.
No basta “saber teóricamente”. Necesitamos “que ese saber sea sobrenatural, que nos lo des tú, Señor”. Todo el libro empuja a la oración, a pedirle a Jesús: “Recorrer nuestro itinerario vital procurando amarnos los unos a los otros como tú nos has amado”.
La luz del Evangelio, como la expone Fernando Ocáriz, no es solo luz.
Es también fuerza que permite actuar, e impulso para seguir la personal misión en la vida. La misma luz llena de alegría y atrae sin que sepamos bien cómo.
Hacia la mitad del libro se nos presenta la parábola del buen samaritano. Recordamos a ese hombre maltratado por ladrones que yacía al borde de un camino. Un maestro sabio y un sacerdote muy ocupados vieron al moribundo, pero no tuvieron tiempo para frenarse… Pasó también un samaritano, considerado de segunda clase por los otros dos, y pensó: ¿qué le habrá ocurrido al pobre? Y actuó: “lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y el mismo lo cuidó” (Lc 10, 34).
El autor puntualiza: “Hay una forma egoísta de servir a los demás, especialmente cuando ante una necesidad ajena la actitud primaria es pensar qué debo hacer yo, cuál es mi deber. El Señor nos conceda que, en esas circunstancias, la actitud primaria sea pensar qué necesita la otra persona, qué le haría bien, qué le haría feliz…”. Así actuó el buen samaritano: otra vez la autotrascendencia.
Los pasajes de la vida de Jesús requieren ser meditados despacio.
Y esa meditación es “silencio en acción”, para escuchar la voz de Dios y de nuestros semejantes. Para decir con san Josemaría, citado en el libro: “Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado, lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno” (cfr. Via Crucis, VII).
Por este camino se consigue no solo ocuparse de los demás, sino “pre-ocuparse: ocuparse antes, teniéndolos en el pensamiento para rezar por ellos, para inventar detalles que les hagan la vida más agradable”. Se alcanza la paz y la “apertura” que permiten crecer en amistad, como la de Cristo “que no excluye a nadie”, tema frecuente en los escritos de monseñor Ocáriz (cfr. Carta, 1-XI-2019).
¿Cómo puedo ser feliz siguiendo a un hombre que murió en la cruz? Nos preguntábamos al inicio. Las páginas de este libro nos contestan. O, mejor dicho, es la luz del Evangelio que responde. “La oscuridad del Calvario no es la última palabra”. Ese hombre no sucumbió para siempre en la muerte, sino que resucitó y nos mueve desde dentro.
Con ayuda del Espíritu Santo podemos “ver a Jesús en nuestros padres, en nuestros hermanos, en nuestros amigos, en nuestros colegas de trabajo o estudio. Ver a Cristo en los más necesitados, en los enfermos, en los que conviven con heridas en el cuerpo o en el espíritu, en los que han perdido el trabajo o sufren un revés familiar”.
Cuando recibí el libro, alguien se fijó en la portada, una estación de metro, y exclamó: “¡Es Rajská zahrada, en Praga!”. Que significa Jardín del Edén o Jardín del paraíso. Es una buena coincidencia, pues la luz del Evangelio como promesa de salvación ya estaba en el Edén de Adán y Eva y sigue iluminado el camino de cada persona hasta el Edén definitivo del cielo.
Y ese cielo comienza en la tierra cuando nos olvidamos de nosotros mismos y pensamos en los demás, poniendo en práctica la autotrascendencia. Ese cielo es, con una cita poética del libro, “una fiesta que tiene como vísperas el mundo”. Una fiesta que durará para siempre, un don que recibimos en vasos de barro.
Wenceslao Vial
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