¿Mi mejor amiga?
Un consejo básico para la fidelidad matrimonial
Por Javier Vidal-Quadras
En días pasados tuve la oportunidad de compartir un buen rato telemático con los padres del colegio Itahue, en Concepción, Chile, durante los eventos de su 30 aniversario, dando una charla sobre comunicación matrimonial. En el tiempo de preguntas, me hicieron una muy interesante: ¿qué te parece que un hombre casado tenga como mejor amiga a una mujer -distinta de la suya, claro- o, viceversa, una mujer casada tenga un varón mejor-amigo?
Cuando te hacen una pregunta nueva tras una conferencia, tu cerebro va intentando recordar lo que sabe sobre aquella cuestión, la memoria busca en las experiencias, las lecturas, las conversaciones, etc. Y, a mí, lo primero que se me vino a la cabeza fueron casos más o menos cercanos de infidelidades o separaciones matrimoniales que comenzaron por una amistad aparentemente inocua.
Amistades peligrosas en el matrimonio
Los clásicos utilizaban un brocardo latino muy gráfico: contra facta non sunt argumenta. Es decir, contra los hechos no valen los argumentos. Tú puedes empezar a argumentar que una amistad íntima del otro sexo es, digámoslo así, arriesgada; que tienes que andarte con cuidado; que puedes entrar en un grado de intimidad peligroso; que puedes caer en una pendiente resbaladiza de la que es muy difícil remontar; que tu mujer o marido puede quedar postergado, etc., pero estos argumentos no sirven de mucho.
Tu interlocutor, un hombre o mujer moderno, abierto y cosmopolita, estará probablemente pensando: este hombre es un poco anticuado, pobrecito, no ha alcanzado el grado de madurez suficiente como para superar la visión sexuada de la relación hombre-mujer. No sabe que yo puedo tener una amiga íntima exactamente igual que un amigo íntimo.
Yo he tenido esa sensación muchas veces. Y luego…, no pocas de esas personas han acabado separándose porque, como dice la versión española del aforismo latino, el movimiento se demuestra andando y, en este terreno, por desgracia hay ya mucho terreno recorrido y muchas, muchas desgraciadas experiencias. Santa Teresa lo decía con más gracia y contundencia: entre santa y santo, pared de cal y canto.
Como escribí en otro post (Amor y celos), si no me importa lo que la persona amada haga, si su comportamiento no me afecta más que el de los demás, es que es ‘una más entre los otros’ y ha dejado de ser la persona única e irrepetible que un día me arrebató, me arrancó de mi pobre mundo personal y se me hizo presente como única y distinta a todas las demás.
El amor matrimonial reclama intimidad
En segundo término, me vino a la memoria un sabio consejo de Tomás Melendo: lo que hagas con tu mujer precisamente por ser tu mujer, intenta evitarlo a toda costa con las otras mujeres. Por más íntimas que sean, añado yo. En el fondo, aquí radica un elemento esencial del amor matrimonial, que es precisamente la “intimidad”. El amor matrimonial reclama una intimidad no compartible y reclama también una lealtad en este terreno. Tomás Melendo advierte que hay que estar especialmente prevenido ante las confidencias con esas terceras personas, en especial aquellas que tienen que ver con nuestra propia relación matrimonial.
Yo tuve la gran suerte de empezar a salir con mi mujer a los diecisiete años y casarme con ella a los veintidós, hace ahora treinta y seis, de modo que, como digo a veces medio en broma, no recuerdo haber sido soltero. Ni tiempo tuve de tener una amiga íntima que no fuera mi mujer. Y, claro, una vez casado, he procurado a toda costa centrarme en ella, y nunca se me ha ocurrido ir por ahí intimando con otras mujeres. No me parecía leal. Cuestión de prioridades.
Si todos alcanzáramos a comprender la profundidad del amor matrimonial y lo que significa transformarse en una sola carne, este problema no surgiría porque nadie se extrañaría de que todo, todo lo que acontece en mi vida suceda de alguna manera también en la vida de mi mujer. Por eso, cuando alguien me quiere contar algo, si me pide reserva total, es decir, no decírselo ni a mi mujer, yo prefiero que no me lo cuente porque o logro olvidarme de lo que me dice (lo que, en mi caso, no es muy difícil) o no consigo retenerlo solo para mí sabiendo que yo soy mi mujer y ella es yo mismo.
Se entiende que estoy hablando de una reserva social, no profesional, pues hay profesiones que exigen ese deber: tanto de hablar, por nuestra parte, como de callar por la suya (el psicólogo, por ejemplo).
Lo mejor, creo yo, es disipar las dudas desde el primer momento y que todo el mundo sepa cómo piensas en este terreno. Evita muchos malentendidos… e incrementa la felicidad matrimonial.