Quién quiero ser o no ser
El verdadero valor de las cosas, desde el drama de Hamlet (II)
Como adelantamos en la primera parte de este artículo, no es suficiente decir que las cosas valen lo que valen para cada uno. El drama del valor de las cosas, como el drama de Hamlet, no acaba ahí. Porque, también es verdad que las cosas y las personas reales, esas que existen de verdad, y los actos que son realizados e incluso sus intentos fallidos valen también y a la vez objetivamente. De esto depende quién quiero ser o no ser.
Índice de contenido
El valor de nuestras acciones y decisiones
Juzgar y actuar a partir de lo que somos
No solo ser o no ser, sino quién quiero ser
El valor de nuestras acciones y decisiones
No es lo mismo que me engañen y que me mientan o que me digan la verdad. No es lo mismo que me respeten o que me humillen y desprecien o que me difamen. Los actos que realizamos, las decisiones que tomamos producen, a la vez, otros actos, que tienen también un valor intrínseco y, al mismo tiempo, valdrán más o menos para unos y para otros.
Para Hamlet, y para todo el reino de Dinamarca, no es lo mismo que el Rey haya muerto o que haya sido asesinado, piensen lo que piensen los asesinos e, incluso, las víctimas o incluso el pueblo raso. No es lo mismo, delante de una cuestión concreta, tomar una decisión u otra.
Todo es simultáneamente objetivo y subjetivo, dependiendo del punto de vista que lo miremos. Pero lo que realmente importa es saber si lo que a mí me parece que la cosa vale es, de verdad y realmente, lo que vale.
Y lo trágico de todo esto es que si soy una persona honesta o deshonesta, si soy un criminal o un buen hombre, tenderé a pensar que, a final de cuentas, robar, desviar dinero, matar, mentir…será bueno o malo, correcto o equivocado. También aquí decido quién quiero ser o no ser.
Juzgar y actuar a partir de lo que somos
Juzgamos a partir de quién somos. Y es precisamente ahí, en esa esfera del ser o del no ser, que todo se decide. Toda decisión es, como vemos en la pieza, una navaja de doble filo, que se abre delante de lo bueno y de lo malo, del verdadero valor de las cosas.
Seguramente es por eso que Hamlet se las ingenia para encontrar la verdad de lo que ha pasado. Como se sabe, Shakespeare introdujo una pieza dentro de la pieza. Hamlet convidó un grupo de actores para representar, delante del Rey, de su madre y de toda la Corte una escena en todo semejante a lo que el fantasma de su padre la había dicho que era lo que había pasado: su hermano, con la ayuda de su esposa, aprovechando que estaba durmiendo la siesta en mitad de la tarde, derramó veneno en su oído. Y eso sería lo que presentarían al público los actores callejeros.
Yo haré que estos actores representen delante de mi tío algún pasaje que tenga semejanza con la muerte de mi padre. Yo le heriré en lo más vivo del corazón; observaré sus miradas; si muda de color, si se estremece, ya sé lo que me toca hacer. La aparición que vi pudiera ser un espíritu del infierno. Al demonio no le es difícil presentarse bajo la más agradable forma; sí, y acaso como él es tan poderoso sobre una imaginación perturbada, valiéndose de mi propia debilidad y melancolía, me engaña para perderme. Yo voy a adquirir pruebas más sólidas, y esta representación ha de ser el lazo en que se enrede la conciencia del Rey. (Acto II, Esc XI).
Hamlet piensa que hay una estructura interna, una forma de ser
Para Hamlet hay una conciencia, una naturaleza humana, que hará que su tío se avergüence al verse representado en el asesinato teatralizado por los actores contratados.
Y, de hecho, es realmente lo que ocurre cuando el matrimonio regio acude para asistir a la pieza: a medida que se aproxima el momento de representar el crimen, ambos van quedándose pálidos, nerviosos e inquietos. Era la prueba que Hamlet quería. En ese momento, sabe qué fue lo que de verdad ocurrió.
Sabe que de hecho hay realmente algo podrido en el reino de Dinamarca y que una de las causas de esa putrefacción es su tío y su madre. Eso es tan objetivo como subjetivo. Fue eso que ocurrió y eso es lo que él se ha quedado sabiendo.
No solo ser o no ser, sino quién quiero ser
Siempre podremos cuestionarnos – y los últimos doscientos y cincuenta años, o quizás más aún, son una prueba de ello – si de hecho existe algo así como la naturaleza o la condición humana y una conciencia que, como Hannah Arendt[1], decía en su obra sobre Eichmann en Jerusalén y su Banalidad del mal, es lo único que puede ayudar al hombre a distinguir el bien del mal, lo cierto y correcto de lo equivocado y errado. Esa cuestión siempre estuvo anclada, por lo menos en la historia del Occidente, en la discusión sobre los valores.
Y, aunque no haya ningún consenso sobre este punto en la Filosofía moderna, no podemos despreciar la larga tradición clásica que, empezando con los filósofos griegos y principalmente con Sócrates, insistieron en la idea de que el ser humano es el único que, a diferencia de los animales, es capaz de tener conciencia de sí. El único que puede no tan sólo darse cuenta de lo que está bien o mal, sino que puede, volviendo a Arendt, actuar de manera inconsciente, indiferente a todo y todos, y de forma completamente burocrática, tal como Eichmmann, cometer los mayores crímenes e irse a dormir tranquilamente.
Fue así que la sociedad europea moderna se fue acostumbrando a la banalidad de mal. Y es por eso que la cuestión de Hamlet siempre debe ser recordada: Actuamos a partir de lo que somos. Y son nuestros actos los que, por su vez, transforman nuestro ser más íntimo.
Entonces, si las cosas son realmente así, la verdadera cuestión será no sólo quién soy yo, sino quién no quiero ser.
Rafael Ruiz
[1] ARENDT, H., Eichmann en Jerusalén. Traducción Carlos Ribalta. Editora Lumen, 2003.