Saber qué queremos: historia interminable
Continuamos con la historia interminable, de Michael Ende. ¿Por qué es tan difícil saber lo que realmente queremos? Puede parecer un juego de palabras, pero nada más lejos de eso. Estamos viviendo un momento de la historia en el que, aparentemente, no hay nada más difícil que responder a una pregunta muy sencilla: ¿qué es lo que realmente quiero? En un primer artículo vimos la diferencia entre gusto, deseo y voluntad.
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Tenemos tantas cosas a nuestro alcance, todo es tan sencillo y tan rápido, podemos experimentar tan rápidamente si nos gustan o no las decisiones que tomamos, que simplemente ya no sabemos qué es, en el fondo de nuestra alma, lo que más queremos. Porque lo queremos todo. Y no sólo eso. Lo queremos todo y ya, lo antes posible.
La respuesta, misteriosa, que da Michael Ende en su Historia interminable es precisamente que ésta es una de las tareas humanas más difíciles. Y ya al comienzo de su libro, describe a cada uno de sus lectores las posibles dificultades que pueden encontrarse en esta tarea: descubrir nuestra verdadera voluntad.
Las dificultades para saber qué queremos
Ninguna tarea humana, y menos si la tarea es importante, está libre de dificultades. Las dificultades juegan un papel importante en la dinámica de la historia personal y en la formación de la personalidad.
Es el poeta portugués, Fernando Pessoa, quien nos recuerda que “mi deber me hizo”. Hay un deber, hay una trascendencia puesta ante el hombre, que le exige un comportamiento adecuado, que saca lo mejor de sí mismo y cuyo logro lo perfecciona como hombre.
Michael Ende analiza poéticamente las tres grandes dificultades que aquejan al hombre en una sociedad cada vez más cerrada en la realidad digital y, al mismo tiempo, más olvidada de la realidad verdaderamente humana.
a) Nihilismo impide ver qué deseamos
Atreyú trepó a un árbol hasta que ya no pudo ver el suelo y luego intentó mirar hacia dónde se ponía el sol. Y vio que
“las copas de los árboles más cercanos eran verdes, pero el follaje de los árboles lejanos parecía haber perdido su color, era gris (…) Y más allá de esos árboles no había nada, absolutamente nada. No era un lugar desolado, ni un área oscura o clara; era algo insoportable de ver y daba a la gente la sensación de haberse quedado ciega, porque no hay ojos que soporten mirar la nada total”.
La nada, el vacío intelectual y moral, se apodera de la vida de los hombres, no de forma abrupta, sino subrepticia e imperceptiblemente. El “hombre masa”, ante un problema o dificultad, se contenta con cualquier consigna, con cualquier emoción o sentimiento, “está satisfecho tal como es.
Ingenuamente, sin ser arrogante, tenderá a afirmar y calificar de bueno todo lo que hay en sí mismo: opiniones, apetitos, preferencias o gustos”, como decía Ortega y Gasset en La Rebelión de las masas, y, tarde o temprano, experimentará que la vida misma le decepciona: ¡no se puede resolver una dificultad con un simple deseo o sentimiento! Y el acúmulo de decepciones acaba por agotarnos internamente.
b) Desesperanza al buscar qué queremos
La desesperanza no es la situación del hombre vacío; al contrario, es la situación del hombre que está -o mejor dicho, estaba- en camino, que persigue -perseguía- una meta, pero que no tiene fuerzas suficientes para superar las dificultades y acaba sumergido en ellas.
La vida no se trata simplemente de tener una tarea que realizar. Esto es mucho, pero no lo es todo. La vida, si quiere ser plena, consiste en realizar efectivamente la tarea. Una vez más, Pessoa nos recuerda que “quien quiere ir más allá del Bojador, tiene que ir más allá del dolor”.
Atreyú y su caballo Artax se detuvieron al borde de un pantano -el pantano de la Tristeza-. Debieron superarlo para continuar su búsqueda; Tenían que encontrar la Montaña Horn, que estaba justo en el medio del Pantano. El caballo se atascó varias veces y empezó a avanzar muy lentamente…
“- Artax, dijo Atreyú, ¿qué te pasa?
– No lo sé, mi señor, respondió el animal. Creo que deberíamos regresar. Todo esto no tiene ningún sentido. Vamos tras algo que no fue más que un sueño, y que no encontraremos. Quizás ya sea demasiado tarde. Quizás la Niña Emperatriz ya haya muerto y todo lo que estamos haciendo sea en vano. Volvamos, mi señor.
– Nunca me hablaste así, Artax, dijo Atreyú asombrado. ¿Qué tienes? ¿Estás enfermo?
– Es posible, respondió Artax. Con cada paso que damos, mi tristeza es mayor. He perdido la esperanza, señor. Y me siento cansado, muy cansado… Creo que ya no puedo caminar (…) No puede hacer nada más por mí, señor. Está todo terminado. Ninguno de nosotros sabía lo que nos esperaba aquí. Pero ya sabemos por qué el Pantano de la Tristeza tiene este nombre. Es la tristeza la que me pesa tanto y me hunde. No es posible evitarlo”.
Viktor Frankl describe magistralmente, habiéndolo experimentado personalmente, el sentimiento de tristeza por la muerte que se apodera de quien pierde todo sentido de su existencia: “quien ya no puede creer en el futuro -en su futuro- está perdido en el campo de concentración. Sin un futuro, esa persona pierde el apoyo espiritual, sucumbe internamente y decae física y psíquicamente”.
c) Escepticismo que renuncia a querer
El escepticismo no es sólo una opción intelectual. Es, ante todo, una opción vital. El escéptico renuncia a descubrir el sentido de la vida, porque decide que eso no le concierne. Y a menudo adopta una posición intelectual que le permite mantenerse al margen. Ante el desafío de descubrir el rumbo de la vida, prefiere poner la cuestión entre paréntesis.
En su búsqueda, Atreyú llegó hasta la vieja tortuga Morla. Tan vieja y solitaria que hablaba sola. Atreyú le explica que necesita su ayuda, para que la Emperatriz no muera.
– Da igual, respondió Morla.
– Pero si ella muere, Fantasía deja de mirar. La nada ya se está extendiendo por todas partes. Lo vi con mis propios ojos.
Morla lo miró fijamente con sus enormes ojos vacíos.
– No nos importa, ¿verdad, vieja? ella gorgoteó.
– ¡Pero todos moriremos! -gritó Atreyu-. ¡Todo!
– Escucha algo, muchacho, respondió Morla. ¿Y qué tiene de bueno eso? Para nosotros nada importa. Todo nos es indiferente; nada nos interesa (…) El mundo está vacío y no tiene sentido. Todo se mueve en círculos. Lo que aparece debe desaparecer, lo que nace debe morir. Todo pasa, lo bueno y lo malo, lo estúpido y lo inteligente, lo bello y lo feo. Todo está vacío. Nada es real. Nada es importante.
Quizás el escéptico carezca de la experiencia de la paciencia, de esta capacidad de soportar las dificultades de la vida y de resistir. El escepticismo suele ser el resultado de intentar encontrarle sentido a la vida y terminar desistiendo por falta de paciencia.
Víktor Frankl nos recuerda que en el hombre hay dos dimensiones: el “homo sapiens” y el “homo patiens” y que “cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, se puede pensar, por ejemplo, en una enfermedad incurable, como el cáncer, que ya no se puede curar, entonces es cuando somos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos”.
Un escéptico es alguien que ha perdido toda esperanza, pero ha cubierto su desesperación con la máscara intelectual del indiferentismo.
Encontrar el nombre correcto para lo que queremos
Una vez esbozados los problemas de la Fantasía -de la Humanidad-, el lector comienza a preguntarse cuál debe ser el camino a seguir. Y es en este punto cuando Michael Ende nos sorprende.
La tarea es que el hombre, para encontrar el nombre correcto de las cosas, primero debe mirar hacia dentro de sí mismo. Y ésta es una tarea casi imposible en el mundo digitalizado.
Es común encontrar cada vez más personas desarraigadas, perdidas, desencontradas, no precisamente en el sentido espacio-temporal, sino en el vital-existencial. Si el hombre pudiera mirar dentro de sí mismo, se encontraría con un extraño.
Aquí es donde entra la voz del corazón. Pero esa historia quedará para el próximo artículo.
Rafael Ruiz