Celibato enamorados: ¿verdad o utopía?
Jesús quiere que la capacidad afectiva llegue a su plenitud
Vivir el celibato enamorados: ¿verdad o utopía? Recibirán el «ciento por uno» en esta vida, y luego la felicidad eterna[1] es la promesa de Jesús a quienes lo han seguido de cerca con una vocación de exclusividad. No recibirán ese ciento por uno de cualquier modo, sino que lo recibirán también en sus afectos, precisamente, en padre, madre, hermanos, hermanas, esposa, esposo o hijos…
Índice de contenido
- 1. El verdadero rostro del amor
Mas allá del entusiasmo
El amor como acto de la voluntad - 2. «¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! »
Hay suficiente luz o suficiente oscuridad - 3. La dinámica divina del Amor
El Espíritu Santo modela la afectividad - 4. El amor sobrenatural enciende proyectos, ilusiones: da esperanza
La esperanza mantiene encendidos los proyectos - 5. Amor y fidelidad
La fidelidad es capacidad de mantener el proceso
El buen enamorado vive para amar
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Jesús quiere que la capacidad afectiva de cada persona llegue a su plenitud como respuesta a su Amor. Él sabe que todo hombre está llamado a vivir por amor, hacia el Amor y recibiendo amor aquí en esta vida. Por eso, para quien vive el celibato, una pregunta fundamental es si ¿puede vivir realmente enamorado quien sigue este camino? ¿Puede sentirse sinceramente enamorado de Dios? ¿O es más bien un modo de decir pero que, en el fondo, supone un deseo que hay que resignar? En este artículo proponemos algunas ideas que ayuden a la respuesta, y faciliten el discernimiento vocacional.
El verdadero rostro del amor
¿Qué quiere decir «estar enamorados»? ¿Qué entendemos por amar? Hay muchos tratados que explican qué es el amor. Nosotros queremos abordar el tema desde el punto de vista de la experiencia, de lo que vivimos.
Podemos, por eso, preguntarnos: ¿qué tienen en común una pareja de novios, una madre al pie de la cama de su hijo enfermo, un matrimonio con muchos años de fidelidad, un sacerdote que cuida con cariño la Santa Misa cada día, una persona célibe que sale cada día con ilusión a compartir con Jesús su vida cotidiana? Lo que tienen en común es el amor. El amor es lo que los identifica.
No hay en estos amores una regla uniforme sobre los sentimientos. Algunos de ellos pueden considerarse más románticos. Otros hablan de una donación sincera que se abre paso en el dolor y en la entrega. Hay en esos pocos ejemplos quizás arrebatos de felicidad junto con momentos de sufrimiento, cansancio o desgana. Hay rutina y momentos emocionantes, lo normal se entrelaza con lo irrepetible. Pero en todos ellos se ve que hay amor. Así comprendemos que se puede vivir enamorados el camino del celibato, como el del matrimonio.
Mas allá del entusiasmo en el celibato
En el amor verdadero la sensación de bienestar, entusiasmo y chifladura es sólo una de las etapas. O mejor, una sensación que acompaña algunas etapas puntuales del amor. Podríamos pensar en un amor que fuera siempre gratificante, casi automáticamente apasionante, que arrastrara a la entrega sólo por atracción. Sin embargo, sería ésta una expectativa muy pobre sobre el amor. Con una perspectiva así no se podría vivir un celibato enamorado ni se sostendría un amor perpetuo en el matrimonio…
Vivir enamorados
tiene que ver más con
nuestra libertad que
con nuestra sensibilidad
El enamoramiento es un fenómeno propio del amor humano, entre varón y mujer, que tiene un fuerte componente sensible y afectivo. Hay en él una gran fuerza que surge de captar de modo bastante espontáneo e irreflexivo lo agradable y valioso de la otra persona. Es una experiencia que, con gran fuerza, invita a unirse a ella para toda la vida. Es el tipo de amor que suele estar en el origen del noviazgo. Tiene una fuerza tan grande porque trae un mensaje implícito: infunde sensiblemente una promesa de felicidad que embriaga a toda la persona.
Este modo de sentir el amor está sostenido sobre todo por el impulso de los sentimientos. Por eso tiene mucha fuerza, aunque también una frágil estabilidad. Suele ser más eros que ágape, más atracción sensible que decisión de entrega. Hay más fuerza impulsiva que libertad. Ésta no es la forma del amor por excelencia, ni da prueba necesaria de que exista el amor verdadero. El enamoramiento no es el verdadero rostro del amor.
Vivir enamorados tiene que ver más con nuestra libertad que con nuestra sensibilidad. La libertad del hombre es como las manos que tejen el amor, al usar como hilos las circunstancias cotidianas en el telar de la realidad que se le presenta.
El amor como acto de la voluntad
«El amor debe ser esencialmente un acto de la voluntad –dice Erich Fromm-, la decisión de dedicar toda nuestra vida a la otra persona. Eso es, sin duda, el razonamiento que sustenta la idea de indisolubilidad del matrimonio (…). En la cultura occidental contemporánea, tal idea parece totalmente falsa. Se supone que el amor es el resultado de una reacción espontánea y emocional, de la súbita aparición de un sentimiento irresistible (…). Se pasa así por alto un importante factor del amor erótico, el de la voluntad. Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso: es una decisión, un juicio, es una promesa. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían bases para la promesa de amarse eternamente. Un sentimiento comienza y puede desaparecer. ¿Cómo puedo yo juzgar que durará eternamente, si mi acto no implica juicio y decisión?»[2].
El amor es, entonces, fuerza que lleva al deseo y la entrega. De hecho, la revolución que causa en nosotros la atracción del amor, conduce a la entrega de sí[3].
La experiencia de los santos y muchos que viven el celibato nos da también una respuesta. Nos muestra que han sido personas plenas, con un corazón humano y afectuoso, que con normalidad han pasado por este mundo amando a Dios y a los demás.
Tampoco se han sentido frustradas por no haber contraído matrimonio; menos aún se trata de personas que ahogaron sus afectos. Si hubiese sido así, no hubiesen sido felices. Sin embargo, su corazón y su sensibilidad no muestran nada especial. Se han sentido amados y han amado en esa escala diversa que propone el celibato.
«¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! »
Estas palabras del profeta Jeremías (20, 7) reflejan con profundidad la relación de amor que Dios quiere establecer cuando nos elige y, por otra parte, la plena libertad que es la única puerta al amor de Dios. Dejarse seducir por el Señor es una decisión que nos pone en una actitud proactiva para percibir el amor de Dios, la ternura detrás de su elección.
Dejarse seducir significa querer ver, observar, contemplar, dejar que Dios pueda mostrarme cómo nos ama de un modo exquisito, sobreabundante y misterioso. Por el contrario, no se deja seducir por el Señor quien vive la vocación comparando otras ofertas seductoras, lo atractivo de otros modos de vivir. No se deja seducir por el amor quien vive haciendo cálculos de beneficio, satisfacción y utilidad.
No es que Dios prohíba una actitud así, sino que es algo que desarma la conexión que pide el amor, socava la esperanza. Nadie se enamora hasta que no se concentra en el otro y en su atractivo. Nadie se enamora si vive calculando los beneficios que los distintos candidatos le ofrecen. Es lo que le faltó al joven rico del Evangelio: calculando y pensando en todo lo que dejaba no se dejó seducir por el amor de Jesús y, por eso, no se sintió capaz de entregarse plenamente, de dar su libertad y su vida, porque el Señor le estaba ofreciendo la suya.
«¡Tú me has seducido, Señor,
y yo me dejé seducir! »
La pasividad en percibir y aceptar el amor de Dios es una actitud disgregadora: no se puede sentir enamorado quien no presta una atención proactiva, interesada, no intelectual sino con el corazón. No se puede vivir de amor si se va por la vida como mirando las ofertas detrás de las vidrieras, a ver si algo me atrae o solo esperando que Dios me haga vivir cosas que me atraigan.
La madurez afectiva que permite vivir enamorados nos lleva a estar atentos y deseosos de descubrir el amor de Dios presente en nuestra vida, que se manifiesta de mil maneras y en las cosas cotidianas. Abrir el corazón a Dios y mantenerlo sensible a su cariño es una parte fundamental para la vitalidad del celibato.
Hay suficiente luz o suficiente oscuridad
La intimidad de la piedad, la contemplación de la mirada de Jesús en la oración, el regalo de hacernos participar de su fecundidad en otras almas a través de nuestra vida, la historia de nuestra existencia en la que Dios ha estado discretamente derrochando su amor… Todo eso puede verse con gran luminosidad como también puede ignorarse en plena oscuridad: ver, reconocer el amor de Dios no depende sólo de Dios. Depende en buena medida de que nos dejemos seducir.
¿Es posible vivir el celibato enamorado? Después de todo lo considerado, reconocemos –como lo dice Nietzche– que «siempre hay algo de demencia en el amor. Pero siempre hay también algo de razón en la demencia». Sobre todo, en la locura de Dios que se ha entusiasmado con la exclusividad del amor de un pobre corazón humano.
La dinámica divina del Amor
Vivir realmente enamorados de Dios no es una tarea solamente humana. Es sobre todo una acción divina un don del Corazón de Dios. No se trata de un particular entrenamiento afectivo para lograr sentir a Dios. La vida de Dios actúa en el interior del hombre que le brinda su corazón y, de alguna manera, rebalsa también en los afectos. Es la tarea del Espíritu Santo –el Amor Personal de Dios- en el corazón.
La fuerza de Dios en el alma nos confiere ciertas capacidades sobrenaturales para que nuestras potencias humanas puedan relacionarse con Dios y con lo divino, con una cierta connaturalidad. Conocemos esa fuerza divina con el nombre de virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Son capacidades que Dios regala cuando ponemos lo necesario de nuestra parte. Se llaman teologales porque nos llevan a alcanzar a Dios, lo que es posible sólo con Su ayuda.
Las virtudes teologales son una verdadera fuerza, un dinamismo que es necesario convertir en el motor de toda la vida espiritual. La madurez del cristiano consiste en llegar a creer en Dios, esperarlo todo de Él y amarlo a Él y al prójimo de todo corazón. Los demás aspectos de la vida cristiana persiguen sólo ese fin: aumentar en nosotros esa fuerza de Dios[4].
La fuerza de Dios
se adecúa al modo
de obrar y de sentir
humano,
dándole vida
e impulso
desde dentro
Esta fuerza divina necesita de nuestra libre colaboración para crecer y desplegarse. La fuerza de Dios se adecúa al modo de obrar y de sentir humano, dándole vida e impulso desde dentro. Así le da la capacidad de llegar a lo que sólo no alcanza, la gracia es como una segunda naturaleza. Esa colaboración entre gracia y libertad se necesita también para percibir el amor de Dios.
A veces tenemos una visión excesivamente espiritualista de la fe, la esperanza y la caridad. Y así contamos poco con ellas para la transformación de nuestra vida cotidiana e incluso para nuestros afectos. Para quien vive el celibato es esencial buscar esa fuerza, conocerla mejor y ayudarla a desplegarse.
El Espíritu Santo modela la afectividad
La acción del Espíritu Santo está destinada a modelar la afectividad, ayudándonos a sintonizar con el Amor de Dios. El dinamismo de las virtudes teologales se apoya también –aunque no sólo- en la estructura psicológica del hombre. Esta capacidad está particularmente relacionada con la madurez y la plenitud afectiva del cristiano y, en particular, de quien vive el celibato.
Podemos ver, por ejemplo, la acción del Paráclito que transforma a San Pedro. Pentecostés transmite a él y a los demás Apóstoles la valentía para amar a Dios sobre todas las cosas. Es evidente la influencia afectiva en Pedro de esta acción del Espíritu. Sin quedarse en algo meramente sentimental, la acción de Dios que encuentra en él la libre acogida, transforma toda su persona, no sólo su inteligencia y su voluntad. Impregna también el corazón.
La dinámica sobrenatural de la gracia, como puede apreciarse, tiene mucho que ver con la madurez afectiva, ya que fomenta la disposición del corazón para recibir una realidad que nos supera, pero completamente real. El don de sabiduría está íntimamente unido a la caridad, y por él Dios da un especial conocimiento de las realidades sobrenaturales y de las personas que dispone al alma para poseer “una cierta experiencia de la dulzura de Dios“, en Sí mismo y en las cosas creadas, en cuanto se relacionan con Él[5].
El amor sobrenatural enciende proyectos, ilusiones: da esperanza
No puede existir caridad sin esperanza. «El amor necesita espacio para expandirse y crecer; es una realidad maravillosa, pero en cierto sentido también frágil pues sin su espacio vital acaba fácilmente ahogada, comprimida e infecunda. Y el medio concreto que precisa para desplegarse se halla constituido por la esperanza.
Si estamos atentos a lo que ocurre en nosotros, nos daremos cuenta de que, cuando el amor se enfría o deja de crecer, a menudo se debe a que nuestros anhelos, nuestros miedos, nuestras inquietudes y nuestro desánimo lo están ahogando. En un diálogo con Santa Faustina, Jesús afirma que “los mayores obstáculos para la santidad son el desaliento y la inquietud”»[6].
La mayoría de las veces no crecemos en amor de Dios porque no creemos que Él pueda hacernos realmente felices. Nos falta fe, no le acabamos de creer a Dios. Y eso mismo nos lleva a sentirnos lejos de Él.
La esperanza hace vivir el celibato enamorados, verdad y no utopía
La esperanza mantiene con vida las ilusiones, los proyectos. A la vez, ella misma necesita una verdad sólida en la que apoyarse. El cimiento de la esperanza es la fe. Por la fe creo en la realidad que me permite esperar: Dios es mi Padre omnipotente y bondadoso, que me ama con un amor incondicional. «La fe es la madre del amor y de la esperanza, así como de la confianza y de la certeza»[7].
El desamor, cuando se presenta en el matrimonio o en el celibato, tiene mucho de desencanto, de pérdida de ilusión, de dejar decaer las encendidas expectativas en quien se ama. Y cuando se ama exclusivamente a Dios ese decaimiento no puede culparse más que a nosotros mismos. Así, mantenernos enamorados de Dios tiene mucho que ver con purificar el corazón de desencantos.
Vivir enamorados de Dios es una gracia, un regalo, que se puede cultivar, enriquecer y hacer crecer. Hay una conexión íntima y profunda entre la ilusión humana y la fuerza de Dios que debemos dejar expandir y crecer: la transformación que realizan en nosotros la fe, la esperanza y la caridad. El cristiano «capta el amor de un Dios personal, que lo conduce a controlar sus estados de ánimo y le guía por medio de valores objetivos hacia la madurez afectiva»[8].
Amor y fidelidad
En las personas, seres temporales y siempre en construcción, la fidelidad es el proceso de edificación constante del amor. Un amor que tiene como materia prima las circunstancias, agradables o adversas, que nos presenta la realidad. Aspirar a un amor real supone asumir que no buscamos algo estático, como cuando estamos delante de una fotografía o el plano de una casa. El amor surge de una voluntad dinámica y constructiva.
La fidelidad es el amor visto en movimiento. Dice Benedicto XVI: «la fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor»[9].
«La
fidelidad
a lo largo
del tiempo
es el nombre del
amor»
Muchas veces se experimenta afecto y sentimientos en la vocación: es el momento de aprovecharlos como el viento a favor que empuja el velero. Pero cuando éstos disminuyen o desaparecen, no hay que perder la oportunidad de avanzar remando, con la fuerza de nuestra voluntad libre. Lo muestra de modo gráfico Stephen Covey, en su conocido libro Los 7 hábitos de la gente eficaz. Reproduce un diálogo con una persona que va a pedirle consejo:
«-Stephen, a mi esposa y a mí ya no nos unen los antiguos sentimientos. Supongo que ya no la amo, y que ella ya no me ama a mí.
-¿Ya no sienten nada uno por el otro?
-Así es. Y tenemos tres hijos, que realmente nos preocupan.
–Ámela, -le respondí.
-Pero le digo que ese sentimiento ya no existe entre nosotros.
–Ámela.
-No me entiende. El amor ha desaparecido.
-Entonces ámela. Si el sentimiento ha desaparecido, ésa es una buena razón para amarla.
-Pero, ¿cómo amar cuando uno no ama?
-El amor, como sentimiento, es el fruto de amar. De modo que ámela. Sírvala. Sacrifíquese por ella. Escúchela. Comparta sus sentimientos. Apréciela. Apóyela. ¿Está dispuesto a hacerlo?»[10].
La fidelidad es capacidad de mantener el proceso, de utopía a verdad
La fidelidad es la capacidad de mantener un proceso: como el proceso de construir una casa o de volar. El amor es lo que el proceso va haciendo: la casa, para el que construye, o acercamiento a la cima, para el águila que vuela.
La fidelidad se mantiene en proceso no sólo con esfuerzo y decisión, sino sobre todo con esperanza. Una esperanza que –como antes hemos visto- es el combustible del amor. Nadie puede ser fiel si se conforma con la felicidad que tiene aquí y ahora. Tampoco nadie puede ser fiel si pierde de vista su destino definitivo y se centra sólo en el esfuerzo que supone –aquí y ahora- seguir construyendo.
La voluntad con la que decimos sí! a la vocación ha de ser sin condiciones, ya que «quien no se decide a querer para siempre –decía Juan Pablo II-, es difícil que pueda amar de veras un solo día»[11].
El buen enamorado vive para amar
Gustave Thibon muestra la decisión que sostiene el amor entre dos personas, y que podemos aplicar a la fidelidad a Dios. «Cito muy a menudo –dice el pensador francés- una frase de Bismark (…), al escribir a su joven esposa, ya que ella, tímida criatura, no le había acompañado en todas las vicisitudes de su brillante carrera. Ella había escrito: “Me olvidarás a mí que soy una provincianita, entre tus princesas y tus embajadoras”.
Él respondió: “¿Olvidas que te he desposado para amarte?“. Esta frase me parece definitiva –sigue diciendo Thibon-. No simplemente “porque te amaba”, sino “para amarte”. Lo que significa echar un ancla en el porvenir. Separar una realidad eterna de las emociones fugaces de los sentidos y de la imaginación»[12].
La fidelidad nos da la capacidad de no absolutizar el eros que solemos esperar del amor. Y, cuando llega el momento, nos hace conscientes de que «debemos realizar los trabajos de eros cuando eros ya no está presente. Esto lo saben todos los buenos enamorados», dice C S Lewis en Los Cuatro amores. El celibato puede ser verdad.
Fernando Cassol
Notas del artículo celibato enamorado ¿verdad o utopía?
[1] Cfr. Mc 10, 28-31.
[2] Fromm, E. El arte de amar, Paidós, Barcelona (1990), 60-61.
[3] Para una reflexión más amplia sobre este tema tan importante, cfr. Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est, en especial, n. 7 y 8.
[4] Cfr. Philippe, J., La libertad interior, Ed. San Pablo, Buenos Aires (2005), Cap. III, 87-133.
[5] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1-2, 1. 112, a. 5.
[6] Philippe, J., La libertad interior, Ed. San Pablo, Buenos Aires (2005), 122.
[7] Philippe, J., La libertad interior, Ed. San Pablo, Buenos Aires (2005), 126.
[8] Vial, W., Madurez psicológica y espiritual, Ed. Palabra, Madrid (2016), 115.
[9] Benedicto XVI, Discurso en Iglesia de la Santísima Trinidad-Fátima, 12-V-2010.
[10] Covey, S. R., Los 7 hábitos de la gente eficaz, Paidós, México (1994), 91.
[11] Juan Pablo II, Homilía en Córdoba, Argentina, 8-IV-1987.
[12] Thibon, G. Entre el amor y la muerte, Rialp, Madrid (1997), 59-60.
Artículos de la serie sobre el celibato
- 1. El celibato en el contexto cultural actual
- 2. Vocación al amor. Vocación al celibato
- 3. Vivir el celibato enamorados: verdado utopia
- 4. Celibato: un corazón apasionado por Dios
- 5. Celibato: Coordenadas para el corazón
- 6. Celibato: Pilotos del propio viaje
- 7. Sentido del sexualidad en el celibato
- 8. Corazón de Jesús, sentido y vida del celibato
- 9. La Palabra de Dios sobre el celibato
- 10. Crisis: Oportunidad de un nuevo nacimiento
- 11. Celibato: un proyecto de vida atractivo
- 12. Intimidad y afectos de la persona célibe
- 13. Misión en el celibato: motivación